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Una historia de amor
El
profesor me dijo que de castigo tendría que escribir una historia de
amor.
–Pero, si yo no
participe en la pelea… –quise aclararlo, pero me interrumpió:
–¡Y lo harás en
la hora de recreo!
Abrió tanto la boca
para gritarme que -si las hubiera- se habría tragado tres moscas del
tamaño de una pelota de beisbol. Sus ojos se convirtieron en dos
huevos estrellados y la nariz se le torció como si fuera un trozo de
tocino. Las orejas y las mejillas, coloradas, coloradas, parecían
rebanadas de tomate cubiertas de catsup.
Me dio mucha risa
verlo así, pero me aguanté las carcajadas para que no me regañara
doble. Lo cierto es que era igualito al desayuno más horrible del
mundo.
Sí. Ahí estaba, en
vivo y a todo color, el Desayuno
Más Horrible Del Mundo
ordenándome a gritos que escribiera un cuento de amor.
– ¡Y lo quiero
sin tristezas, sin peleas ni malos tratos!
Bajé la mirada y me
puse a amontonar microbios invisibles, de esos que vagabundean en el
mesabanco. Juntaba los moraditos con forma de charco, encerraba en el
corral los tepocates color de rosa; a las amibas alargadas las
anudaba con las regordetas bacterias.
El profesor, muy
alterado, me dijo:
–¡Eres un
maleducado! ¡Tienes qué mirarme a los ojos cuando te hablo!
Pero, ¿qué quería
que le viera? ¿El cuerpo mal envuelto en el tacuche? ¿Su espalda
torcida? ¿La panza gorda y las piernas cortas? ¿Sus manos que le
llegan casi al suelo, a veces abiertas, a veces furiosas como puños?
¿Su cara de horrendo desayuno?
Usé la cara más
seria y aburrida que tengo, la que a él le gusta verme puesta y le
dije:
–Perdóneme,
profesor. Yo no hice nada, pero le prometo que no lo vuelvo a hacer.
–Así me gusta
–aclaró –, que me tengas un poquito de respeto.
–Es miedo,
profesor.
–Me parece bien.
Me parece bien. Eso indica que hago mi trabajo a la perfección. Te
dejaré bajo llave, para que no te den ganas de fugarte al recreo.
¡Uff! Lo dije. Le
dije que le tenía miedo y no se enojó.
Y a mí no me pasó
nada. Seguí completito: con mis dos manos, con mis dos piernas, con
mis veinte dedos, con mis ojos, con mi boca y con mi panza; seguí
con mis ganas de salir a jugar y con el encargo de escribir una
historia de amor sin desamor.
No pude contar la
vida de mis papás porque ellos ni se hablan ni se dan besos. Mis
tíos y tías, los artistas de la tele, los grandes deportistas y
hasta los personajes de caricatura parecen divorciados. ¿Serán
felices los que matan gente?
Me asomé a la
ventana y pude ver la sombra del maestro, muy parecida al gorila del
zoológico. No al gorila que arremeda a la gente y pide cacahuates,
se parece al gorila que quiere escapar, al que trata de romper la
jaula.
Desde el patio, el
maestro me gritó:
–Ya te vi
asomándote. Este año me encargo que repruebes.
Su voz no me dio
miedo. Me dio tristeza. Vi tanto desamor en sus ojos, tanta soledad
en su nariz, tanto enojo en su boca que lo único que me quedó fue
cerrar la ventana.
Regresé a mi
pupitre y abrí el cuaderno.
–Es una historia
de amor y nada más –me dije.
Escribí cómo
título el nombre del maestro y todo lo demás lo dejé en blanco.
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