Amada
y amante:
Danza
ardorosa
Hay el
amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones
distintas. (…). Con mucha frecuencia, el amado no es más que un
estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del
amante. Carson McCullers. La balada del café triste.
La
amada admira la piel bruñida del amante, la barba en cierne que la
hace evocar la inquietud de la hiedra. En sus sienes, el resplandor
levísimo de un potrillo indomable. El amante percibe y saborea en
ese pensamiento galopante, una música, amarga y dulce y única, como
si deglutiera el futuro de ambos.
El
amante se precipita en el silencio de la amada. Se exaspera en los
pensamientos de la amada. Difieren de los suyos, difieren de las
otras. Como sobre un lomo, adosa su espalda al ritmo moroso de la
amada mientras ella contempla un horizonte de edificios recortados a
contraluz, semejantes a una ciudadela de firmes recuerdos. El amante
lanza miradas suspicaces al gato que ronronea en el regazo de la
amada. Codicia su placer elástico y libre. El amante tiembla cuando
la amada nada en las aguas tibias del mar y en sus labios mojados
espejea el azul, como sobre una superficie de sangre fresca. El
amante procura un mercado de flores, que son como un retrato de su
conciencia inutilizada, flores que desprenden un olor mortal, flores
del color del tiempo oscilante en el desfiladero del tiempo. Qué
fue. Qué sería. Qué sucederá.
El
amante ansía echar raíces aéreas en el sueño de la amada,
librarse del estupor de su propia sombra; quemada y blanda como girón
arrancado al largo insomnio. El amante mira sus alas diminutas, sus
alas atrofiadas, en los ojos extraños de su amada. A veces, ansía
que la amada ya sea anciana. Que sea casi invisible; una mariapalito
o un coral gris. El amante está persuadido de que la amada lee con
claridad sus reflejos. Y se propone taladrar el muro de silencio que
encubre sus designios. La amada es nube alta. El amante, lluvia
torrencial. Los pájaros perforan suavemente la nube y se resguardan
en el granero de su boca. Los pájaros enseñan a sus pichones a
volar, lanzándose desde la oreja de la amada. La amada lo es todo en
la tormenta del amante.
El
amante observa con fijeza los granizos. En sus ojos hay un coágulo
de cosas, una aceptación mortecina. En los ojos de la amante la
espera es solo resina endurecida.
Entre
el amante y la amada, sopla un viento caprichoso. Deja al desnudo
algo vivo; una daga en el piso de la hoguera.
En
el claro del bosque, cae una gruesa gota de ternura y la luz amarilla
de la noche se apresura a cubrirla. En las ramas de los árboles, los
pájaros cierran sus redondos ojillos y se apoyan en una pata para
dormir. La amada se suspende en estas imágenes sencillas, mientras
el amante la rodea con sus ojos y ella rodea al mundo con los suyos y
ambos son arropados por la luz amarilla de la noche. Pero el amante
esconde una emoción, parecida a un águila mojada, mirando desde un
alto risco después de sacrificar a una de sus crías. La amada,
supone él, debería descubrir por sí sola el rumor tan antiguo en
su sangre, su hambre que se confunde con su cuerpo. Sus mejillas
enrojecen. Las mejillas de la amada han acaparado rocío. El amante
sonríe y por sus poros sale una humedad pretérita y blancuzca. La
amada sonríe y por sus poros brota un fuego atávico. Agua y fuego
oscilan lentamente en las pupilas y en los labios. En un instante,
manzana de oro, nube roja, valle de suspiros.
El
amante ambiciona convertirse en amado y que la amada se transforme en
amante. Desea que en la corriente de intercambio se desgranen y
revuelvan los misterios de dolor y gozo que comportan sus cuerpos.
El amante, cauteloso, permanece alerta a los sueños que tras los
párpados de la amada se insinúan en esporádicos y arrítmicos
movimientos; en jadeos supersónicos. El amante planea que sus amigos
descubran rendición en la amada. Mas prefiere que ella oculte el
nacimiento de sus senos y el calor que emite su cabeza mientras
vierte whisky en la copa de los invitados. Prefiere que la amante en
presencia de los otros, se repliegue para, luego, explayársele a
solas. Pero se mortifica, porque su deseo también se alimenta del
apetito insatisfecho de los otros.
Nada tortura tanto al
amante como la risa sin objeto de la amada, la frase susurrada al
teléfono, el encuentro de unos lirios frescos sobre la mesa. La
amada dice que los ha comprado en la mañana. La amada explica que
platicaba con su amiga. La amada responde antes de ser interpelada.
La amada nunca será directamente interpelada. El amante se aferra a
una huidiza delicadeza. Se agarra a la tabla de la dignidad, pero sus
ojos le traicionan, pero el palpitar de sus sienes le desnuda. La
amada calibra la mirada que a un descuido moldearía su ánimo. La
amada habla de la poda de los coralillos, de la energía disipada en
los procesos mentales. Un hilo de sudor gélido nace en las sienes
del amante y corre por sus mejillas.
La
amada sabe que sus días están contados. El amante ansía absorber
a la amada. Ella interroga al mundo, él interroga las fantasías que
flotan como brillantes pajas en sus pupilas dilatadas. Las pupilas de
la amada y las del amante siempre permanecen dilatándose o
contrayéndose.
Las
pupilas del amante y las pupilas de la amada son negras, como barrios
agitados en vísperas de revuelta. Los huesos del amante son
pulposos. La lengua de la amada es pulposa. La amada reserva un
semillero en su ombligo. Los huesos del amante son espejos de los
huesos de la amada. En el cuerpo de la amada llueve de improviso. En
el cuerpo del amante el sol quema.
El
amante teme a los sesgos y a las metáforas más que a las víboras.
En un momento, el amante se dice que el furor que le domina no es más
que amor en negativo, que la muerte podría ser vida. La amada se
dice que su propósito es retornarle al amante su alma en fuga. El
amante observa con recelo la flor púrpura en los cabellos de la
amada. En el acto, imagina una flor de saliva, una flor comestible,
erguida en la punta de su lengua. Por la cabeza del amante pasa una
imagen: la lengua de la amada es una planta carnívora. El amante
observa de reojo el gato ronroneando en el regazo de la amada. Su
alma aúlla y canta con desenfreno.
La
amada está consciente de que sus días están contados. La amada
amará más tiempo, más hondo, que el amante. La amada ya antes ha
sido amante
El
amante le dice: Consiente que acampe a tu lado. La amada no responde.
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