LA CRUZ DE JUÁREZ
Allí has quedado, inmóvil y tierna
con el recuerdo de lo que eras en vida
y sólo al nombrarte,
recuperas la efigie y se eleva en pos
del sentimiento que tengo de tu persona.
Lo sabemos ahora todos en el orbe,
porque la mujer asesinada
no llegará jamás a su casa,
ha sido vista apenas tras la tenue luz de la noche
que intenta regresar con su único motivo: la supervivencia.
Parece que has quedado en el olvido por el pueblo
que te vio nacer, mas no por mí quien te lleva
impresa en la sangre y comprende lo terrible de tu caso.
Aunque entiendo, a pesar de las desapariciones
en Ciudad Juárez, con su inenarrable y fatídica frontera,
causa espanto, dolor y desconsuelo,
por la inmensidad de muerte que sólo se escoge
a la mujer idónea para desearle su trágico deceso.
Debe ser cansado tener que esperar el turno,
aunque te adjudiquen una cruz de madera
con el supuesto nombre que tuviste al nacer.
Aun así, no debes dolerte por eso
sino por el fatídico deseo que el asesino
en su máxima estupidez, ha decidido quitarte
tu magnífica y amada presencia.
Y qué más se podría especular si mueres hoy
o mañana, lo que mejor importa es que
no vuelva a suceder más contigo y con ninguna
otra de las víctimas que han poblado nuestra patria,
para que así el silencio respete tu válida decisión.
Sé que eres una más de las llamadas
con vulgaridad, “Muertas de Juárez,”
aunque no es por el título que me siento miserable,
sino por la forma del daño que te imponen
a lo largo de esta trágica frontera,
que no tiene respeto por lo bello de tu ser
ni por la fragancia que despides cuando
el alba se acerca a tu oído para que la escuches.
Amada mujer de la parte norte de mi atribulada tierra,
¿quién ha humillado tu gloriosa estirpe,
te ha hecho perder la voz y no permite
que ésta salga con el natural sentido de tu armonioso decir?
Explica con claridad, ¿quién ha sido el perverso
que tomó tu vida sin darte la oportunidad
de encallar su acción en el llanto que derrama
el país de la Serpiente mítica Emplumada?
Tú, mujer gentil de la gran tristeza que se expande
por los campos de inmensos trigales, vas derramando la pena
que te aprieta por decenios y que no da su nombre,
tiene temor a ser mancillada con la sin razón
de la inclemencia mal sabida,
hasta la tierra del cementerio marchitada por el odio.
Tienes una cruz de madera
carcomida, por largo tiempo que está
ahí, en esa esquina maltrecha por el Aquilón,
humillada por el recuerdo de tu fatal
partida. Dime tú, ¿cómo es
que tu regreso ya no está escrito en el libro
de la vida que te fue obsequiado por el
destino universal de los cuerpos que laten en la Tierra?
Explícame, imagen excelsa con rostro de mujer,
el enorme pesar que observo bajo tus cansados párpados.
Ojos enormes y tristes que jamás volverán a mirarme,
debido a la infamia de aquel desposeído autólico que te
dejó sin el aliento natural que la vida nos ofrece,
y los gobiernos en turno del México tricolor,
nada hacen para solucionar con ahínco
el estigma que se presenta en contra de tu femineidad.
Qué tristeza tengo y mi dolor aumenta
al paso del correr del tiempo, se perciben
años de la ausencia de ti y de tus dones de mujer,
madre, hermana, esposa o amante.
Tú, la que llegabas a casa para cumplir, aunque cansada,
con la obligación del rutinario esfuerzo
y hacer el pan nuestro de todos los días.
Dabas a mi ser luz y alegría de la vida sin reproches,
en la mejor de sus ceremoniosas tonadas.
¿Dónde estás ahora madre mía, hermana o esposa
que no observo ya más tu risa angelical?
¿Quién ha obstruido tu transitar calmo
por la frontera de este maltratado territorio de los mayas,
porque sólo quedan las sombras y la tristeza
del dolor que ha dejado tu retirada?
Mujer de mi país en la frontera norte,
te extraño y siempre lo haré
por el amoroso hecho de ser hembra y madre
de la vida que a todos nos ofreces. Hoy, dejo aquí
como siembra, mi pluma y el papel donde escribo
este poema, sobre tu cruz olvidada de madera,
para llorar por ti. Hoy que tanto observo la necesidad
que tienes de nosotros para estar contigo.
Las mujeres y los hombres consientes de este pueblo azteca,
lloramos porque las otras mujeres, las desaparecidas,
las violadas y ofendidas, han dejado de existir.
Sí, continúan ausentes de Ciudad Juárez
y de nuestras voces reclamantes e inconformes,
pero jamás callaremos, hasta que se logre encontrar
la suprema solución, a este célebre dolor
de no tenerlas más entre nosotros. JOSÉ DSANTAN
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