México se come a sus hijas
México se come a sus hijas.
No con mordiscos suaves y a lametones de esos dulces que propinan las bestias a sus retoños.
No.
México literalmente se come a sus hijas, a las mismas que le hacen grande y eterno, esas destinadas a albergar el futuro en sus entrañas.
México se come a sus hijas,
las amarra con el guante frio de las maquilas, y en los oscuros caminos, les hinca el diente, les rebaña la esperanza y las sumerge en un desierto que vomita olvido.
México se hace duro con los huesos de sus muchachas muertas, no le duelen las cruces del Cerro del Cristo Negro, ni las de la Lomas de Poleo, esas sin nombres, regadas de cadáveres no identificados,
supuestamente Zurita,
supuestamente Susana,
futuramente Esmeralda.
Todos lo saben,
ha sido México,
el México alto,
el que consiente por acción u omisión,
el que se calla y encubre a los que no se tocan.
Es él, ese México cobarde,
quien les devora impunemente las
entrañas.
México se desangra y arrastra a las madres a un desierto herido.
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