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El
desierto
Cintia Rocío Acosta. Diez
años.
Secuestrada en el parque.
A plena luz del día. Su
cuerpo apareció muerto.
Había sido violada y
estrangulada.
¿De qué color es el
miedo? ¿Cómo huele entre la arena?
Bellas, jóvenes, niñas,
humildes. Solas. Atrapadas a oscuras
con la impunidad que
otorga el poder, con sus injusticias
perpetuadas. Escribe Margo
Glanz que las asesinadas
de Ciudad Juárez no
alcanzan un lugar ni en la historia
ni en el mito y son
despojadas aun de su posibilidad
de iniciar su propia
genealogía. Delgadas. De piel morena.
Largos cabellos. ¿De qué
color son las manos asesinas?
¿Tienen corazón los
violadores? Entre los huesos del desierto
florecen rosas con los
pétalos llenos de espinas. Solas.
Alejandra Yanel Díaz
Sánchez.
Trece años. Torturada y
asesinada en su propia casa.
Funcionarios, empresarios,
clérigos, policías, jueces,
militares,
narcotraficantes, comerciantes, proxenetas,
comisarios, políticos,
fiscales. El crimen como epidemia.
La mujer como objeto del
odio. La ceguera
que provoca la envidia.
Misoginia, una de las palabras
más horrorosas del
diccionario
escupe balas, semen,
puñales, sangre.
En el rostro
de burdos personajes corrompidos,
la
degradación
alienta la semilla del
diablo. Estamos hablando
de una industria de
lavado de dinero de 24.000 millones
de dólares anuales en
México, según cifras de la ONU.
Lo dice Sergio González
Rodríguez, autor de Huesos en el desierto.
En
el festín de los carroñeros no falta la sangre fresca.
La carne tierna.
¿Se lava el dinero con la
sangre de los crímenes? ¿Qué venden,
qué compran los asesinos?
¿Qué precio tiene la perversión?
¿Cuánto
vale
cada cuerpo de niña
asesinada?
¿Acaso se pueden contar
las lágrimas
de una madre, de una
amiga, de una hermana,
de una compañera
de trabajo o de colegio?
Esto no es literatura. Esto
no es literatura. Esto
no
es
literatura.
Lágrimas sumadas a las
arenas amargas.
Solas.
Las palabras se desmoronan
se avergüenzan
se desangran
se pudren afilan las uñas
arañan se esconden lloran
gimen patalean se
desgarran se encogen huyen aparecen enterradas
violadas maltratadas
desfiguradas rotas las palabras supuran dolor
miedo incomprensión
impotencia.
Son hembras las palabras
flores aguas lagunas diosas niñas
madres hijas abuelas
hermanas.
Lágrimas son las
palabras. Jóvenes y viejas. S
O L A S.
No es literatura la
palabra desasosiego.
Temor. Rabia. Maldad.
Perversión. Mentira. La palabra justicia
mutilada sin brazos ni
cabeza no es literatura.
Ni la palabra poder. Ni la
palabra dinero. No lo es la palabra vida.
Ni la palabra muerte. Ni
la palabra tortura. Ni la palabra envidia.
¿Es
literatura la palabra viento? ¿Y hueso? ¿Y desierto?
Érase
una vez una niña morena de largos cabellos negros...
Érase
una vez una niña...
La historia es horrenda.
Monstruos y niñas,
muchas,
cientos de niñas y
jóvenes de tez morena, asesinadas.
Paloma Angélica Escobar
Ledesma.
Dieciséis años. Su
cuerpo se descubrió
a los 27 días de su
desaparición.
Mayra Ayuso Rodríguez.
Dieciséis años.
Mujeres en lontananza
reconstruyen los aljibes
del tiempo. Caminan
a solas por las calles,
sin ruido.
Lo que compra la sangre de
las niñas
es el silencio de los
poderosos.
Pornografía infantil.
Las madres lo pregonan a
los vientos.
Las voces de la muerte
trenzan sus hilos en cada
encrucijada. La sangre
otra vez en los aljibes
y un puñal oxidado en
el corazón del tiempo.
Érase una vez un negocio
muy, muy oscuro
que crecía con el
beneplácito de los mandatarios.
Érase dinero sucio...
Érase una vez en el
desierto.
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