Arizona - Ciudad Juárez
El sunset enrojece
las carrocerías de los autos en la Autopista 10 dirección Este. Al
contrario que el sol, ella nace en los Ángeles y termina en el estado de
Florida, en la costa atlántica. El cambio automático y una emoción de
televidente pasmado me mantienen devorando sin esfuerzo cualquier
detalle trivial. Soy consciente de la placa de matricula de ese camión,
escucho el jingle de la emisora de radio, miro aquellos
rascacielos, una melancólica serie de hélices blancas y enormes. Faltan
algo más de cuatrocientos kilómetros hasta Phoenix, en el estado de
Arizona; llegaré de noche allí, he llenado el deposito con expectativas
de alto octanaje.
México se siente próximo y
diluye un tercio de la alquimia del desierto gringo en un amargo dulce
de peyote. Pero la máquina tiene sed, mis piernas están agarrotadas y
necesito comer algo. Además, quizás he olvidado que el camino más largo
es el mejor, que entretenerse es ley, que demorar es imperativo. Un
motel de neón, con ese estilo americano excluyente de otros – el canon
post nuclear- me lanza un guiño de bombillas rosas acodado a una
gasolinera. Para mi sorpresa, la camarera sonríe cómplice de algo que no
entiendo cuando devoro la hamburguesa con cola.
Mientras reposto en la gasolinera una viejita se acerca, pequeña y vivaz.
-Señor, hay una familia ahí que tiene que llegar a Tucson, están sin dinero, llevan esperando al camión mas de dos horas.
Respiro hondo observando los
surcos de su cara. Yo quiero llegar a las playas escondidas, al mal
abrigo de oleajes y corrientes, de fondos coralinos y hermandades de la
costa. Un parpadeo de quillas desde el asiento trasero, un segundo de
duda. ¿Por qué me lo pide a mí en un parking lleno de otros vehículos,
por qué me habla en castellano presuponiendo que lo entiendo, y por
encima de todo, quienes son ellos para interrumpirme?
-Están allí – la abuela señala un grupo en la salida de la highway.
El hombre es delgado y
pequeño, con bigote. La mujer es madre de ojos bajos y determinación
primordial. Dos hijos pequeños, anónimos, a los que ya he visto en
tantas postales de la UNICEF que apenas con una ojeada olvido al
instante. Tardamos más de 100 kilómetros en dirigirnos la palabra.
Llevan varias cajas de cartón atadas con cuerdas y bolsas de plástico
anudadas. Contradiciendo mis predicciones no huelen mal, los niños no
lloran ni vomitan, la mujer permanece callada.
-Así que van a Tucson, ¿verdad? – les pregunto, no sé por que.
-Sí, señor, a Tucson.
-¿Les gusta allá? ¿Esta bien Tucson?
-Oh si señor, muy bien, es linda la ciudad, muy limpia.
Nuestras miradas se encuentran por el espejo retrovisor. El rostro indígena sonríe suave y continúa.
-Y usted, ¿va hasta México, a las playas?
Con una mano sorprendentemente delicada señala las tablas que ofendidas se aprietan en el espacio de mas atrás.
-Pues si señor, voy al sur si Dios quiere, entraré por Ciudad Juárez.
-¿Por el Paso?, está bueno allí, es tranquila la frontera. ¿Ya conoce la historia de las mil mujeres?
Digo que no con la cabeza y apago la radio, esperándola. El mira a su esposa que asiente y comienza a hablar casi recitando.
-El mismo sol que esta ahí ahora, señor, el
mismo que cada día levanta por allá y se acuesta rojo y pesado por aquel
otro lado, es el que alumbraba esa tarde a Barbarita cuando recién
parqueó su bus en el Paso. Llevaba toda la tarde sujetando fuerte la
maleta con los ahorros y las fotos de la familia, mirando por la ventana
tanta tierra tarahumara, tanta raíz. Porque sabe usted, señor, estas
tierras toditas eran de los abuelos de Barbarita y también de los míos y
de los de mi mujer, claro. Y mire lo que les quedó a mis hijos no más
después de un mero asalto; yo no sé que fue lo que pasó antiguamente,
señor, pero en Creel, allá en la Barranca del Cobre, están mis padres y
los suyos y ellos aun pueden contar, así que váyase por allá si quiere
ver como es detrás de lo moderno que chilla tanto.
Pero de Barbarita y las 1000 mujeres de
Ciudad Juárez le contaba yo ahora, señor. Perdone que me alejé de la
pobrecita, que ya camina por el puente para pasar a México y como es
Navidad pues el tráfico esta virado: hay mucha gente para entrar al
país, más que para salir, cosa rara, diga señor. Pero ahí que pasa
tranquila esta chavita al otro lado y hasta siente un poco de emoción
por dentro al pisar la tierra de Villa y de Zapata. ¡Los Estamos Jodidos
Mexicanos! Y disculpe la broma, señor, pero es que recién la niña entró
al callejeo de Juárez sujetando la maleta, ya son veinte que se le
acercan: que si dólares, que si cambio, que si transporte, que si
mamasita que se le ofrece.
21 años tenia Barbarita cumplidos hace dos
meses el día que llego a Juárez y ya sabía que allá a las gueritas como
ella, bien formadas y de cara linda, algo les pasaba entre tanto coche
destripado y tanta chatarra sucia porque nunca más se tenía noticia. Ni
los pinches buitres volando señalaban las mil tumbas desaparecidas,
huérfanas de flores y de visitas.
Así que rapidito y mirando fijo iba entre los
lobos, sujetando contra el pecho la maletita, aver de protegerse
entrambas las dos, sabe usted. Y mientras, este sol que se cansa y como
todos los días deja el lugar a la doña, a su consentida, la que la pasa
bailando desnuda y fría hasta el amanecer, esa engreída. La noche es
envidiosa de bellezas como la de Barbarita, ya se sabe, y más en las
fronteras, que va pintada de aullidos y con los pelos de loca entre las
niñas que van de paso y viajan solas.
Barbarita es joven pero experta de la vida y
casi ni le sonríe al tremendo vaquerazo que le abre la puerta del
motelito, todo manos y anillos y dientes dorados, todo máscara. Cuenta
lo justo y no da detalles. Si, esta recién llegando de San Antonio en el
camión. No, no va a pasar más que una noche, porque le esperan en
Saltillo su hermana y sus padres, que ya son tres eternidades que no se
ven, ¡ay Diosito lindo!
Y esperando nos quedamos allá en Saltillo,
señor. Para que le voy a mentir si le digo que lo único que encontraron
de ella fue la maletita abierta, tirada en los chaparrales, mero
desgarro de harapos nuevos y fotos al viento. ¿No es así, Alejandra? Así
fue, mismo como lo cuentas, Antonio, esperando quedamos en la casa,
encendiendo velas a Nuestra Señora y a San Judas, mirando el teléfono.
Hasta que fuiste a buscarla tú aCiudad Juárez, ese día triste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario