CIUDAD JUÁREZ
Hace mucho que dejamos de ser animales, pero a su vez,
en nuestro fuero interno aún deseamos serlo para poder desembarazarnos
de las cadenas que regulan y constriñen nuestras vidas, mirando con
nostalgia la aculturización y el fin de la sociedad, como si la libertad
llegase con la muerte de la humanidad de la que somos parte. Nos
abocamos al apocalipsis creyendo que renaceremos con él,
retrotrayéndonos al mito escandinavo del Ragnarök. Pero la muerte
de la raza humana no trae nuevos y mejores horizontes; no cuando
dejamos detrás de nosotros un vertedero de residuos incontrolados que
amenazan toda forma de vida. Hasta en eso somos egoístas e incapaces de
ver más allá. Estamos cegados por nuestro orgullo y arrogancia, que
nacen de nuestra mal entendida inteligencia. Ni siquiera queremos
hacernos cargo de nuestro legado a la vez que construimos la historia
para ensalzar nuestra gloria. Somos antropocéntricos en exceso,
haciéndonos incluso culpables de fenómenos geológicos como el
calentamiento global, por el mero hecho de que necesitamos ser
protagonistas de todo cuanto ocurre a nuestro alrededor; no soportamos
ser una pieza más o un mero espectador, aunque ello implique
autoinculparnos de falsos cargos. Si llegamos a asesinar a Dios, ¿acaso
no vamos a ser capaces de destruir el mundo?
Quizás todo se puede reducir a que somos un barco a la
deriva que navega en vientos de odio y de amor. Surcamos nuestra vida
entre tempestades y tiempos de calma chicha, sin estar seguros de qué es
lo que preferimos, porque en realidad siempre buscamos un nuevo
horizonte. En eso se basa nuestra existencia y mientras tanto pagamos
nuestras inseguridades con aquellos a quienes más amamos, volcando
nuestras frustraciones en ellos y cayendo en la ira porque tenemos
demasiado miedo de afrontar nuestros propios sentimientos y reconocer
que nuestros caminos están empedrados de sueños rotos; y ese mosaico
conforma nuestra historia, aunque nos neguemos a verlo. Somos maniquíes
revestidos con jirones de nuestra memoria, pero somos incapaces de
deshacernos de ellos porque renunciaríamos a una parte de nosotros
mismos.
La cruda verdad es que somos incapaces de amarnos a
nosotros mismos. Nos sentimos falsos, porque caemos en el terrible error
de valorarnos en función de un “otro” estereotipado e idealizado que
nos deviene desde que nacemos; somos también hipócritas, puesto que en
realidad sólo seguimos las normas por temor a un castigo, mientras que a
su vez las defendemos y hacemos de ellas nuestro estandarte; hacemos de
la mentira una virtud, porque tratamos de acomodar la realidad de los
hechos a nuestra propia conveniencia, enmascarando lo que realmente
somos y sentimos. Somos violentos porque es el camino fácil. Siempre ha
sido más fácil hacer la guerra que mantener la paz. Al final, todo se
reduce a lo mismo: “Si quieres paz, imponla; nadie lo hará por ti”.
Es nuestra propia arrogancia lo que nos condena a la
violencia, tanto hacia nosotros mismos como a los demás, ya sea de
manera intrínseca o extrínseca. La única verdad es que nunca conoceremos
la paz hasta que no nos conozcamos a nosotros mismos; y muchos nos
quedaremos por el camino.
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