TODOS
TENEMOS CABEZA DE PATO EN ESTE PAÍS
Anudamos al emplumado cuello corbatas de seda al amanecer
y, al hacerlo, afuera, el sol observa el avance de las tropas mexicanas.
Algunos ojos de pato –lunares ámbares, hipnóticos– siguen el polvoriento camino
rural en espera de un bus majestuoso. Sólo llantas gordas de la marina aplastan
las piedras.
La cabeza de
pato mexicano es café grisácea, tiene el pico color olivo con dos orificios
como chimeneas industriales oxidadas. El pico se abre para comer moscas
plateadas o para graznar a deshoras en las orillas de lagos contaminados. La
cabeza ostenta una línea de plumas finas y negras en la cima. Llenas de grasa,
las plumas apartan la lluvia.
La cabeza no
suele ir al fondo de ningún lago, asoma para ver su interior, se hunde deseando
practicar el buceo libre sin aventurarse al fondo jamás. Al salir, de sus
mejillas emplumadas escurren gotas como lágrimas. Resbalan tan fácil que no
dejan rastro.
La cabeza es
una guía para las alas durante el vuelo. Impulsada por ellas, se eleva sobre el
agua y busca el cielo, sostiene el vuelo un par de minutos negando la gravedad
de la perversión, luego, la cabeza gira levemente para caer en una picada
extraordinaria. La caída, siempre la caída, la efectúa limpiamente.
Las plumas de
la cabeza son tan pequeñas que pocas veces se utilizan para rellenar almohadas
o edredones, son un desperdicio. La cabeza no tiene utilidad para la comida,
para la taxonomía sí.
Cuando los cazadores matan una
especie, toman su cabeza y cuerpo, le vacían de vísceras. Lo sumergen en
sustancias para que resista la mirada exigente al exhibirlo y lo rellenan. Y
dirán: “Oh sí, esta cabeza de pato tiene los ojos brillantes como si estuviera
vivo, mira sus plumas. Pónganlo allá.”
Buscamos rutas seguras, los
mejores blindajes; planeamos defensas estratégicas e instalamos juncos
corredizos y acerados que distraigan a los cazadores. Abrochamos alrededor del
tórax gordo, oloroso a cigarro y droga, chalecos antibalas. Y decimos también,
no, no hay miedo aquí.
Hay cabezas de pato que beben whiskey con hielo, tiesas, inexpresivas,
se creen concientes e iluminadas, lucen hermosas aunque no lo sean. Hay cabezas
de pato apoyadas sobre una mesa de madera, el alcohol extiende sus cuellos
indefensos.
Cabeza de pato muerto las
intimidades que se escriben en las editoriales, se exhiben en tiempos de carne
desprendida. Yacen aún tibias, lánguidas, con el cuello roto. No sabemos si
enterrarlas o llorarles al darles lectura. Vamos, no exageremos, no hay porqué
llorar. Todo se comercializa. Todo sirve. Sólo a veces esconden el nombre a las
intimidades, mas las detallan, describen obscenamente sus secretos y las mandan
a la Sagrada Web o a imprenta. Los personajes las utilizan para construirse.
Finalmente nadie enterrará a esas
cabezas de pato, quedarán expuestas, olorosas a tinta, a divino cieno que
mancha con su descomposición las manos.
Los discursos oficiales utilizan
las palabras de la real academia española y las transforman en cabeza de pato,
en blanco perfecto sobre los puentes del discurso. Las arrojan atadas. Durante
el vuelo desafortunado, las matan antes de caer al asflato, al punto final.
Nuestros amados, con cargos o sin
ellos; nuestros hermanos, con placas o sin ellas; nuestros niños con armas o
sin ellas; los devotos ateos; los políticos devotos; no lo notan, pero todos,
todos tenemos a alguien apuntando directo a nuestras cabezas.
México es una gran laguna. Todos
tenemos cabeza de pato en este país.
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