COMO CHORROS DE CAPUCHINO
Desde
luego, después de volver a la mesa no tendrá otra que beberse el capuchino y
esperar a que el mesero (un tuerto que no deja de verla, aunque sólo tenga un
ojo y éste se mueva de forma circular como si estuviera virolo), traiga la
cuenta o le diga que ya van a cerrar, esto si antes no llega un segundo mesero
(uno que también la ve, pero más por envidia que por otra cosa pues parece
joto) para ofrecerle un pastelillo de zanahoria con mantequilla derretida
encima. Quizá la señora de la mesa de la esquina (una flaca que insiste en
sumir la panza cada que alguien la voltea a ver, si es que alguien se anima)
tuerza la boca y no entienda que un capuchino estaría bien siempre y cuando
estuviera cargado con dos chorros de leche arrojados a una altura de unos
veinte centímetros. Ahora bien: si esto pasa que importa la anciana con cara de
polvo que se esconde tras el gordo (lonja a la derecha y a la izquierda)
sentado en el costado izquierdo de quién sabe qué mesa. Ese no es el caso,
¿entonces?, el caso es que debe beberse el capuchino y no es que le disguste
eso, ¿entonces?, es que hoy no quiere beber café. Y no es culpa del gordo ese
que está sentado quién sabe dónde, ni de la anciana con cara de polvo, ni de la
flaca que insiste en apachurrar el estómago; es culpa de su ex jefe: el muy cabrón
la despidió del trabajo. Y todo por no bajarse la falda, ¿falda?, los
pantalones pues, ella nunca ha sido de faldas. Así de fácil: seis meses
trabajando de secretaria, hasta que a su jefe se le ocurrió: Oiga, me gustaría que
fuéramos cenar, digo, si no tiene compromiso. No, no tengo. A las ocho. A las
ocho. Vinito tinto, un buen corte de carne y de ahí al motel con jacuzzi, no
falla. Una: Pantalón de vestir, gris claro, blusa rosa, perfume caro (regalo del jefe), zapatillas y
tanga negra. Qué más puede pedir el patrón, pensó antes de decírselo al espejo,
si se porta bien chance y hasta un beso de pajarito le toca. El otro: Dos mil
pesos en efectivo, tarjeta de crédito, paquete de condones, Mustang del año, de
hace seis años para ser exactos. Si se pone trucha, le dijo a su compadre,
hasta le compro un carrito pa’ que ya no ande a pata, aunque es mejor así,
luego si se hace floja las nalgas se le van a aguadar, ya le pasó a Lyn May que
es famosa y tiene pa’ operaciones que no le pase a ésta que apenas si saca para
comprarse cremas del Avón. Último resquicio de la cena ¿Y?, ¿Y qué?, No te
hagas, pa’ dónde jalamos, ¿a tu casa o la mía?, Usted a la suya y yo a la mía,
como debe ser, eso sí, si se porta bien le puedo dar un beso de piquito. Que
piquito ni que la chingada, órale, bájese y mañana no vaya a trabajar que está
despedida. Doce kilómetros y medio caminando, si hubiera sabido se hubiera
traído algo de dinero, de perdida para el camión. Todo por culpa de las nalgas,
si fueran flacas como chorros de capuchino y no gordas y esponjadas como
conchas de chocolate de seguro se las habría dado a su jefe y hasta quién sabe
qué provechos hubiera sacado con eso, pero no. Como chorros de capuchino, pensó
cuando vio que el mesero dejaba caer la leche sobre la taza justo a veinte
centímetros de distancia. ¿Azúcar? Dos, no, mejor una, me gusta amargo como mi
día. El mesero le sonrió, le quiso preguntar si estaría dispuesta a salir un
día de estos con él pero no lo hizo. Lo más seguro es que esas pulgas no
brincaran en su petate. La anciana con cara de polvo se levantó. El motivo:
tenía más de veintidós minutos esperando una tarta de manzana que nunca llegó,
quizá si la anciana con cara de polvo hubiera entendido cuando el mesero le
dijo que ahí no vendían tartas de manzana la anciana no hubiera esperado tanto.
Salió del local, un tanto enojada, no sin antes ver, de reojo, a la flaca que
contuvo la respiración apenas se sintió observada. A dónde irá la anciana,
pensó la nalgona, dos segundos después se le olvidó que había pensado eso.
Después de todo eso no importaba, no demasiado. Abrió el periódico en la
sección de empleos. Pasó la vista por las dos hojas, encontró dos clasificados:
Secretaria bilingüe y Secretaria ejecutiva, ella: ninguna de
las dos: simplemente secretaria y si la apuran ni eso. Abrió su bolsa. Dos,
tres, cuatro monedas de cinco pesos. Madres, al suelo una de ellas. Mal y de
malas, pensó, era la de la propina. Se levantó a buscar la moneda. Empinada. El
gordo volteó a verla. Mango petacón, dijo en voz baja, el mesero virolo lo
escuchó pero no quiso intervenir. Corazón, petacas de carne. Se le acercó
despacio, paso lento pero seguro. Disculpe señorita, dijo y se acomodó la
cartera. Ella sonrió, seguía empinada, agachó un poco más la espalda, levantó
un poco más las nalgas. Si le pudiera echar un par de chorros de capuchino en
esa espaldita para que el corazón agarre sazón, pensó él y se acercó otro poco.
Sí, diga. Verá, la vi que ojeaba el periódico en la sección de empleos y me
preguntaba si le interesa llenar una solicitud para trabajar en mi
despacho.
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