Cajetilla
Con
los dientes liberó del celofán la cajetilla de Marlboro blanca y
antes de abrirla escupió el cintillo dorado. Sacó un cigarro, lo
tabaqueó sobre el dorso de la mano y enseguida lo puso en su boca.
Sacó el encendedor. Talló la piedra tres veces antes de que
encendiera una llama chiquita y amarilla que protegió con las manos
para prender el cigarro.
Le
dio un jalón largo y con el humo todavía llenándole la boca, dijo:
–Estoy
encinta.
Carmen
Soto levantó la taza de café y dio un trago para disimular algún
gesto involuntario frente a Lucía, la mujer que no veía desde hacía
dos años y que apenas dos horas antes le había comunicado su
regreso a Navojoa.
A
media mañana eran las dos únicas personas sentadas en una mesa de
la Lonchería Velázquez, en el Mercado Municipal. Unos cuantos
comían en la barra, pero la mayoría hacía su pedido y se marchaba
a comer a otra parte.
–Creo
que aún estoy a tiempo de sacármelo. Digo, sin que me haga daño
–agregó Lucía sin hacer un gesto, mientras daba sucesivos
golpecitos al cigarro con el dedo índice.
–¿Cuánto
tiempo tienes? –se animó a preguntar Carmen.
–Creo
que tres meses. No estoy muy segura; como soy irregular.
–¿Todavía
no vas con el doctor?
–¿Con
qué ojos? Si apenas me quedó para volver. Mi hice una segunda
prueba casera en los baños de la central de autobuses. Quería estar
segura.
–Pero
sí tienes para comprar cigarros –reprochó Carmen.
–Ah,
ésta –dijo desdeñosamente Lucía-, me la dio un señor muy amable
hace un rato, mientras hacía tiempo esperándola.
–¿Te
la dio? –preguntó Carmen y al instante se corrigió–.
Para qué pregunto…
–Me
la dio –aclaró Lucía–.
Y ultimadamente, ¿qué se fija ahora?
–¿Es
de mi Mario?
–Si
no fuera, ¿cree que estaría contándoselo como una comadre
cualquiera?
–Como
dices que vas a abortarlo… aunque ya lo estás haciendo.
–Yo
no he dicho que voy a abortarlo. Dije que aún estoy a tiempo de
hacerlo.
–¿Y
volviste para que te convenza de tenerlo?
–Volví
para preguntarle si lo quiere –respondió Lucía–.
Como se quedó sola…
Las
dos mujeres cruzaron la mirada y enseguida la desviaron. Lucía se
puso el cigarro en la boca pero no fumó, como si hubiera querido
anticiparse a una interrupción o a un reproche. Carmen se quedó
mirando su café, quizás en la espera de que le dijera algo de lo
que estaba por venir.
Las
moscas se hacían su sitio en la mesa, alrededor de las dos mujeres y
en el pasillo; hacían más difícil el calor, más batalloso;
provocaban movimientos innecesarios. Quizás por fin caería el
primer aguacero.
–¿Por
qué no quisiste mandarme a mi Mario? ¿Por qué lo dejaste allá? Me
dejaste sin una tumba para llorarle. –La voz de Carmen quiso
quebrarse pero pudo contenerla. Se había jurado que ya no iba a
llorar, al menos no enfrente de la mujer que le había quitado todo
lo que tenía; que había desbaratado sus planes y sus esperanzas.
–No
tenía dinero.
–Yo
hubiera conseguido, yo hubiera ido por él… si tan sólo hubiera
sabido dónde estaban.
–Ya
no tenía caso. Cuando yo me enteré, ya lo habían enterrado. Sólo
quise avisarle por respeto. –Lucía dio un último jalón al
cigarro, pero éste se había consumido un rato antes. Sin darse
cuenta aplastó la bacha en el platito de la taza de café.
–Sólo
me dijiste que había muerto en un accidente y colgaste. Ni siquiera
sé por dónde comenzar mi luto. Hace casi dos meses que se murió y
yo no sé ni dónde está. Ya no sé cómo llorarlo. Todavía
quisieron rematarme tú y mi Mario… todavía –Carmen cerró los
ojos y enseguida se llevó los puños y los apretó sobre ellos.
Cuando quitó las manos los dos índices estaban mojados pero sus
ojos, rojos, no soltaron una lágrima.
Lucía
desvió la mirada. No quería ver a esa mujer de esa manera, a punto
de quebrarse como una hojita reseca por la helada. Aunque no fuera a
decirlo jamás, sentía un lejano respeto por ella. Algo más que una
consideración. Como a un adversario. Quizás eso fue lo que la había
hecho volver. Estaba segura que de otra forma, se hubiera quedado
donde estaba o se habría marchado más lejos. Pero otra vez se
hallaba en Navojoa, tierra que se había prometido no volver a pisar,
no al menos que el Río Mayo la inundara.
–No
quiero decirlo, usted sabe…
–¿Qué
fue mi culpa? ¿Eso ibas a decir? –la interrumpió Carmen.
–No,
eso no. Yo estoy tranquila porque no fue culpa de nadie. Ni siquiera
suya. No podría engañarme pensando eso. No tiene caso.
–¿Entonces?
–Mario
ya estaba grande y sabía lo que hacía. Que usted quisiera engañarse
es otra cosa. Yo era el menor de los problemas de Mario. Y si le
dijera lo que él me decía o cómo me hablaba, ni siquiera era yo un
problema.
–¿No
me lo quitaste? ¿No eres una pu…?
–¡Cállese,
señora! –cortó Lucía–.
Yo jamás engañé a Mario ni le dije lo que no era. Lo nuestro nomás
era de los dos, de nadie más.
–Di
lo que quieras. Ya sólo me importa su muerte.
–Carmen,
volví por otra cosa, pero sigue terca en lo mismo. A lo mejor por la
vida que yo tuve, como me hicieron crecer, pensé que mi hijo, si
nacía, podría estar mejor con usted. Crecer en una casa. Pero ahora
estoy segura que ni hace la diferencia. Ya ve a Mario.
–No
te atrevas a decir nada malo de mi Mario. No en mi presencia. Yo sola
lo saqué adelante. Él vivía para mí hasta que tú lo sonsacaste.
–Su
Mario, como no se le quitó la maña de decirle, ya era un hombre
cuando me conoció. ¿Y sabe cómo fue?
Carmen
se volvió para otro lado con la pregunta, como si no quisiera
escuchar. Aunque permaneció sentada. Lucía siguió hablando de
todos modos:
–¿Se
acuerda del Gato Guerra? Yo era su novia. Estaba en su casa cuando
fueron por él. ¿Le explico cómo salí viva?
La
cara de Carmen comenzó a moverse como si por dentro todo se
estuviera revolviendo para luego explotar. Si sus ojos se ponían más
vidriosos se quebrarían con un parpadeo. Lucía atestiguó que la
señora que tanto la había despreciado por no perder a su hijo,
ahora veía que el niño le crecía de golpe.
–¿Sabe
por qué nos fuimos de Navojoa? –ahora que había comenzado a
contar no quería quedarse con algo–
No fue porque él tuviera miedo de que usted no me aceptara. Fue
porque el Pancho Buitre lo mandó llamar. Tuvo que huir; no se fue
porque se hubiera robado una novia de rancho. Y yo me quise ir con él
y me aceptó. El Buitre tardó dos años, pero al fin lo alcanzó.
–Mi
hijo –ya no dijo mi Mario, y empezó a llorar, como si por fin
hubiera aceptado todo lo que traía en el pecho. Como si por fin se
valiera llorar de veras.
En
ese instante se oyó un ruido ensordecedor. Como si estuviera
previniendo de un ataque aéreo, como si estuviera presintiendo
tiempos de guerra, la sirena del mercado anunció de esa forma el
mediodía a todo Navojoa. A las dos mujeres que permanecían en la
mesa, y que estaba a unos cuantos metros de la sirena, ni siquiera
les importó.
–¿En
dónde está? –preguntó Carmen cuando pudo reponerse.
–En
Mazatlán. Fuimos primero a Zacatecas; luego un amigo le dijo que
había trabajo en Mazatlán y para ya nos fuimos. Alguien lo vio, o a
lo mejor su amigo lo vendió, no sé.
–¿Por
qué no me dijiste?
–Porque
ya habían pasado más de dos semanas cuando me enteré. Usted sabe
que se iba a trabajar y podía durar hasta un mes sin que lo
viéramos. Ni siquiera quisieron dármelo. Ya no lo vi.
–¿No
está en el panteón? –preguntó Carmen, y sin siquiera esperar la
respuesta se soltó a llorar de nuevo.
–Yo
también he tenido que llorarlo así, al viento, como si no hubiera
rumbo pa dónde soltar las lágrimas.
Las
dos mujeres se quedaron en silencio. El calor comenzaba a vaciar los
pasillos, a empujar a la gente a sus casas; el agua con el que los
había barrido se había evaporado. Pero aquí adentro del mercado no
iba a llover. A lo mejor ni afuera. Ya no llovía, ni con las
moscas.
Un
muchacho les retiró las tazas. Lucía levantó la cajetilla de
cigarros y tomó uno.
–Ya
no fumes, le hace daño al niño –pidió Carmen, como si estuviera
segura de que iba a ser varón. Lucía dudó un segundo y dejó el
cigarro en la mesa–.
En la casa está el cuarto de Mario –agregó–.
No te voy a molestar, yo tengo que ir a buscarl
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