¿Por
qué matan los hombres? Una reflexión desde las Ciencias Sociales
Los
seres humanos vivimos en sociedad y es difícil imaginar cómo
seríamos fuera de ella, pero seguramente no seríamos personas como
las que conocemos y acostumbramos ver a nuestro alrededor. Digámoslo
pues, los seres humanos no podemos existir más que en sociedad y por
la sociedad. La parte no social es el aspecto biológico, lo que
podríamos decir el hombre animal. Pero la parte infinitamente más
importante y que nos diferencia radicalmente de aquello que
simplemente tiene vida, es la psique, ese núcleo obscuro,
insondable, asocial (Castoriadis, 2006). Así pues, vivimos en
sociedades construidas por seres humanos y para los seres humanos.
Sociedades que, buenas o malas, son lo único que tenemos a la mano y
lo único que nos permitirá vivir de tal suerte. Por otra parte,
integrarnos a la sociedad es la única opción que tenemos como
personas.
Integrarnos
a la sociedad puede ser muchas veces la forma única que nos permite
crecer en todos los órdenes y desarrollarnos; hacer a un lado a la
sociedad y convertirnos en ermitaños difícilmente permitirá
nuestro crecimiento en algún ámbito. Necesitamos vivir en compañía
de los demás, necesitamos ser parte de la gran familia humana porque
sólo a través de ellos, de su comprensión, de su identificación
como seres humanos, de la aceptación de su diferencia, diferencia
que no sentimos –o no deberíamos sentir- amenazante sino rica en
posibilidades y diversidad, sólo gracias a ello sabremos que
nosotros también somos seres humanos.
Nos
queda pues, pensar, que los crímenes y quienes los cometen no son
sino producto de la sociedad y, a la vez, instrumentos y víctimas,
vale decir, de la misma sociedad. Es generalmente dentro de la
sociedad donde se comete el mayor número de crímenes. Quizá valga
la pena preguntarnos si es la sociedad en efecto la principal
causante de los crímenes y delitos que algunas personas cometen
porque, es de todos sabido, que esa misma sociedad buscará castigar
a esas personas por los daños cometidos y alguna voz habrá que no
podrá evitar decir: por los daños que ella misma los llevó a
perpetrar. Sin que perdamos de vista que un crimen es lo que la
sociedad escoge definir como tal y sin dejar de lado, tampoco, que
sea lo que sea lo que la sociedad define como crimen, todas lo
delimitan como un acto cometido en violación de una ley prohibitiva
o un acto omitido en violación a una ley que lo ordena (Montagu,
1970).
Tales
dilemas sociales son abordados en este capítulo
ahora
desde la perspectiva de hombres adultos quienes rompiendo con toda
expectativa de convivencia humana, terminaron con la vida de otra
persona. Se trata de varones adultos que privaron de la vida a
otra(s) persona(s), lo que dio como resultado que fueran considerados
por la Ley, como homicidas. Este capítulo reconstruye a través
sobre todo de su discurso, los cómo, los porqués, las razones y
¿por qué no decirlo? las sinrazones de su conducta. Se trata
también del análisis de lo que ellos dicen, de lo que nos dijeron a
nosotras como investigadoras y lo que declararon ante las
autoridades. Ésta es una búsqueda de lo que subyace a su narrativa,
de lo que dicen sus razones, de lo que vibra en lo profundo de sus
vidas y que dio como resultado la muerte de otra persona.
¿Dónde
abreva la violencia que exhiben? Las posibles respuestas se buscarán
a partir de la construcción de la masculinidad con todo lo que
implica social y culturalmente como necesidad de afirmación, de odio
a todo lo que es diferente, rencor a todo aquello que no se puede
cambiar ni modificar porque, y conviene tenerlo presente, toda
diferencia entraña amenaza. En síntesis, es un sexismo exacerbado.
Por
lo que nos dicen Piaget (1985) y Kohlberg (1989), hemos dado crédito
a que nuestros apetitos y deseos tienen el saludable freno de la
cuestión moral, que muchas veces nuestros impulsos son sometidos por
la obediencia a las reglas y leyes morales que tenemos y, en este
caso, la pregunta obligada es: ¿esas reglas y leyes morales no
imperan para todos los hombres en todas las circunstancias y épocas?
Al definir al otro como un ser carente de valor, nuestros temores
dejan de latir ahogándonos y pueden instarnos a llegar al
exterminio. Pero cabe aclararlo, también, y de alguna manera, pone
al otro a una enorme distancia de lo que somos, a tan enorme
distancia que los derechos morales ya no pueden verse. Al ser
despojado de su humanidad y redefinido como despreciable y vil, el
otro es ya perfectamente prescindible, (Bauman, 2005).
Una
de las teorías psicológicas más acabadas sobre la moral es la de
Piaget (1985). Ésta propone la existencia de estadios que
corresponden a los del desarrollo intelectual a partir de los dos
años de edad, ya que antes, según Piaget, no podemos hablar de
moral propiamente dicha ¿Habría que pensar en buscar en el
desarrollo moral la génesis de la violencia homicida? El
intelectualismo
moral,
por ejemplo, considera la conciencia moral como el conocimiento de lo
que es bueno y lo que es malo. Se produce en él una identificación
entre el bien y el conocimiento, por una parte, y el mal y la
ignorancia por otra. En consecuencia, según el mismo, sólo obramos
mal porque creemos, en nuestra ignorancia, que ese mal que hacemos es
un bien para nosotros. La manera de conseguir actuar correctamente
será, pues, educar a nuestra razón en los principios de la moral
para que no pueda llevarnos a valoraciones incorrectas sobre la
bondad o maldad de las cosas y las acciones, en las que en el devenir
de la vida habremos de embarcarnos (Kohlberg,
1989 y Piaget, 1985).
Si
el proceso de desarrollo moral, como lo presentan los autores antes
mencionados, es universal ¿Cómo es el de los hombres que matan a
otros hombres o mujeres? ¿Cómo es el desarrollo de su pensamiento
que son incapaces de controlar el deseo de matar? ¿Pese a lo que se
ha expresado sobre la incapacidad de los seres humanos de vivir en
aislamiento, son incapaces de vivir juntos los seres humanos y por
eso matan a otros sin verdaderas razones de fondo? ¿Matan porque no
encuentran otra forma de deshacer lo que los molesta, destruyen lo
que sienten que los amenaza? ¿Porque no tienen conciencia de la
gravedad de sus actos, porque son incapaces de sentir y vivir el
dolor que causan a sus víctimas? ¿O simplemente porque carecen de
sentido para ellos vida y muerte? ¿Qué ocurre con ese proceso que
debería darse en todos los seres humanos, qué impide que algunos,
varios o muchos tengan acceso a él? ¿Qué es lo que lo detiene, lo
que hace poco probable que se dé como debe darse para que podamos
construir un mundo mejor en todo sentido y verdaderamente justo? ¿De
qué depende que todos podamos estar inmersos en él y desarrollarnos
según establecen Kolbherg, 1989; y Piaget, 1985)?
Cada
sociedad es un sistema que interpreta el mundo, lo construye como
quiere, con lo que necesita de él, con lo que es valioso para ella,
y su identidad no es otra cosa que este sistema de interpretación o,
mejor aún, de donación de sentido (Castoriadis, 2006). Según
Castoriadis (op cit) somos nosotros los que dotamos de sentido al
mundo, a la realidad en la que estamos insertos, a la sociedad en la
que vivimos. Si llevamos las palabras de Castoriadis al extremo,
sería una especie de explicación de nuestros actos. Si parte del
sentido que le damos a esa sociedad es que no tenemos porqué
convivir con lo que nos molesta, confronta o demás, ese mismo hecho
nos llevaría con los pasos contados a pensar en un momento
específico que conviene la muerte de los demás, que es algo
positivo y que en determinadas situaciones, no sólo tiene sentido,
sino que es deseable y buena.
En
este sentido, ¿cómo es la sociedad en la que vivimos? ¿Cuál es el
índice de criminalidad? En una entidad que difícilmente supera los
dos millones de habitantes, no obstante ser el segundo estado de la
República en dimensiones, ¿cuáles son nuestros números en cuanto
al delito de homicidio?
El
delito de Homicidio en Sonora
Sonora
es el segundo estado más grande del país en extensión territorial
pero no así en población. Hasta el día 22 de febrero de 2010 había
registrados mil seiscientos treinta y cuatro homicidas sentenciados
en los quince penales del Estado, según la revisión realizada en
los archivos del Sistema Penitenciario del estado de Sonora. No
obstante, conviene tener presente que estos datos numéricos
corresponden sólo a los homicidas sentenciados como ya se mencionó,
ya que los homicidas detenidos suelen ser más. A ello cabe agregar
los homicidas que no han sido encarcelados por razones variadas, más
aquellos que optan por suicidarse una vez cometido el delito, sin
olvidar a todos aquellos que han asesinado y están en libertad
porque no pudo comprobarse el crimen.
También
desde luego están todos aquellos crímenes cometidos de los que no
tenemos noticia. Aparte, en Sonora existían, hasta la fecha señalada
renglones arriba, doscientos trece homicidas ya detenidos a los que
no se les había dictado sentencia. Es interesante observar que los
homicidas son poco menos de la mitad de los internos, sin embargo,
los homicidas de varones son más que los homicidas de mujeres en la
modalidad de feminicidios, los hombres matan hombres en una
proporción cinco veces mayor que a mujeres, por razones y motivos
diferentes.
Neuman
(1991) establece que nadie está suficientemente lejos del crimen.
Esa especie de pulsión hacia el delito que, al decir de Neuman (op.
cit.) acompaña a todo ser humano durante su vida, late soterrado en
el alma, esperando la ocasión de manifestarse. La mayoría de las
personas, señala el autor, colmará esa pulsión robándose unas
plumas que le han gustado en un momento dado; conservando unos discos
que juró no tener; llevándose un libro de algún buen librero o
biblioteca, en fin, detalles quizá, pero no menos culpables. Y a
través de estos actos, menciona el autor, se satisface esa pulsión
criminal aunque durante todo el texto se refiere a crímenes de
diversa naturaleza no comenta que todos estemos también, a un paso
además de siempre, de matar a alguien más.
Resuenan
las palabras de Castoriadis (2006): Los seres humanos somos capaces
de morir y matar a los demás por cualquier cosa, incluso sin razón
alguna. Sin embargo, esta especie profundamente incapaz de convivir
con otros debió encontrar el mecanismo que le permitiera hacerlo
pues de lo contrario habríamos desaparecido como especie. Quizá
aquí
surgió lo que conocemos como sociedad, como institución que otorga
significado y significaciones; una sociedad que ha sido capaz de
conseguir que los seres humanos vivan o puedan vivir juntos sin
destruirse (Castoriadis, 2006). Pero no para todos, parecería decir
la realidad, esta verdad de Castoriadis (2006), se cumple sólo con
algunos, si bien, los más, pues no todos los seres humanos, ni bien
ni mal, pueden vivir juntos. Mucho se ha escrito sobre la dificultad
de soportar a ese “otro” al que algunos terminan destruyendo, un
“otro” que, debido a su diferencia, nos hace sentir perennemente
amenazados. O bien, un “otro” al que no pudimos cambiar,
modificar, como nosotros necesitábamos que cambiara o se modificara.
Sin dejar de lado que muchos de los crímenes contra mujeres,
crímenes llevados a cabo por sus compañeros, tienen la
característica común de que no fueron cometidos cuando se trataba
de cambiar o modificar sino cuando de corregir y castigar se
trataba.
Los
celos
Ahora
bien, ¿se parecen entre sí los homicidas de mujeres? ¿Existe algo
que los haga similares en sus actos, en sus decisiones, en los
detonantes que pudiéramos considerar darán pie al ataque? Veamos,
en un afán de esquematizar sus historias, he aquí lo que tenemos:
Los homicidas
perdieron el dominio que tenían sobre la mujer, en este caso sobre
“su mujer”, lo que desata toda su violencia como forma de
recuperar lo que les pertenece. La violencia en este caso busca que
la mujer se aterrorice ya que es una forma de control y, desista de
sus planes de abandono
Padecen celotipia
aguda la mayor de las veces, sobre todo cuando la mujer a la que
mataron tenía con ellos relaciones amorosas o simplemente coitales,
los casos presentados hasta aquí son todos de parejas con excepción
de quien mató a la sexoservidora
La necesidad de
afirmar su dominio sobre el más débil
La sensación de
pérdida, en este caso de algo que les pertenece: la mujer, y la
necesidad de demostrar que pueden recuperar lo que por ley es suyo
en el caso de estar casados con la víctima o haber vivido con ella
durante algún tiempo sea ésta su esposa o no; y en el caso de no
estar casados, el solo hecho de que él esté interesado en
continuar el vínculo es razón suficiente
Todos dijeron
experimentar una ira intensa en el momento del ataque
Sienten la
necesidad impostergable de afirmar su derecho, su derecho a que las
cosas continúen como hasta ese momento, su derecho de hacer su
voluntad e imponerla sobre el que consideran más débil
Por la infidelidad
de ambos o de un miembro de la pareja, sobre todo por la sospecha o
confirmación de la infidelidad de ella
Reaccionan
violentamente cuando la mujer, conociendo el deseo de ellos, expreso
o tácito, no cede a ese deseo; cuando la mujer elige hacer o no
hacer según su voluntad propia al margen de la del varón con el
que convive
En todos hay
presencia de alcohol o drogas que si bien no pueden ser señaladas
como causales, sí forman parte del contexto homicida
Del número
ocho se deriva que:
Sus deseos, sus
peticiones y necesidades son prioritarios, lo que se traduce en que
la mujer está obligada a servir y obedecer siempre, por lo que:
La rebeldía del
más débil los enfurece y a través de la violencia quieren
restituir las cosas a la normalidad, lo que ellos consideran como
normalidad y a la que quieren volver porque es como desean vivir. Lo
anterior explicaría sus palabras cuando dicen que no tenían
intención de lastimar gravemente, mucho menos de matar ya que jamás
pensaron que podría llegar a ocurrir
Hay violencia grave
La sola idea de que
la mujer que sienten de su propiedad pueda pertenecer a otros los
enloquece de ira y celos
El descubrimiento
de que la mujer que les pertenece –según su percepción- ha
dejado de ser su propiedad por voluntad de ésta, despierta toda la
ira y la desolación que pueden experimentar, por lo que tienen
derecho de actuar como deseen y les está permitido usar la
violencia
La sola posibilidad
de que la mujer haga suyo el privilegio de una vida sexual a la
medida de sus necesidades despierta todo el temor del varón que
sabe que no puede probar su superioridad sino a través del
ejercicio de la genitalidad. El varón vuelve a sentir que está
siendo sometido a comparación y con ello re-aparece todo su temor,
el temor presente siempre de no dar el ancho, de no ser
suficientemente hombre sobre todo en este aspecto de su vida
Hay una sensación
de impunidad presente siempre debido a la inteligencia superior que
sienten poseer. Probablemente esto obedezca al pensamiento mágico
de que podrán hacer frente a los imprevistos y demostrar su
inocencia en todo momento. De hecho, su discurso va encaminado a
demostrar de alguna manera la inocencia ante los actos cometidos. Si
bien, aceptan haber causado la muerte de una mujer, puntualmente
aclaran que no son los verdaderos culpables ya que ellos sólo
reaccionaron ante las palabras o hechos consumados de la víctima,
quien, en el fondo, es la única responsable de lo ocurrido.
Todos
los agresores han afirmado haber amado y amar a las mujeres a las
que atacaron o asesinaron.
Vale
la pena mencionar que los agresores confesaron todos y en cada uno
de los casos,
que su intención jamás fue la de lastimar, mucho menos matar a la
mujer, sólo actuaron de manera impulsiva, terriblemente disgustados
o molestos, pero jamás pensaron en matar, ni creyeron que sus actos
terminarían con la muerte de alguna persona. Con excepción,
también, de Eber, quien dijo que lo único que podía pensar
durante la discusión con su víctima, era en el profundo deseo de
matarla. Lo mismo que Quenán.
Aquí, sin embargo,
habría que tomar las cosas con cuidado. Todos dijeron que la
intención jamás fue la de matar a la víctima, no obstante,
resulta muy difícil creer que, aquellos que atacaron a su víctima
con un arma blanca y la hundieron repetidamente en sus cuerpos, no
hayan pensado que podían matarla.
Cabe pensar que es
tan grande el deseo de controlar, de someter, de apabullar, que el
crimen sea la expresión final y completa del control, y la
manifestación última del poder.
Homicidas
de mujeres/Homicidas de varones
Creemos
que hay diferencia en el comportamiento de los varones homicidas
dependiendo del sexo de la víctima. Cuando los varones deciden matar
a otros varones parecen ser crímenes pensados y llevados
minuciosamente a cabo. Aquí, los homicidas no se dejan llevar por la
pasión, no suelen ser arrastrados por emociones profundas que los
desbordan, aquí los homicidas piensan con calma, meditan y toman las
medidas más convenientes para realizar sus planes. Aquí, son los
dueños de sus sentimientos y emociones. Habiendo hablado con ellos,
encontramos en sus relatos previos al crimen, algo que hemos dado en
llamar, más que ausencia de emociones, un vacío profundo de
emotividad, una no sensación, una no turbación ante lo que van a
hacer, un vacío total intelectual y emotivo que, según su
narrativa, les permite hacer bien las cosas.
Podríamos
concluir que los hombres matan a otros hombres para:
librarse de lo que
los amenaza o de lo que ellos perciben como amenazante en cualquier
sentido que la palabra amenaza tenga para ellos
librarse de lo que
los molesta y pone en entredicho su presunta masculinidad y fuerza,
una prueba posible de su virilidad es atacar con toda su furia aun
cuando ese ataque pueda suponer la posibilidad de la muerte del que
ataca
librarse de lo que
los confronta
en un momento de
ira en el que es importante demostrar que se es capaz de morir en la
raya
por celos,
justificados objetivamente o no, basta con que se sospeche que el
amigo o compañero, o el conocido, pueden ser el objeto amoroso de
la mujer que se considera como propiedad personal, aunque aquí
cabría preguntar por qué algunos optan por matar a la supuesta
mujer infiel y otros al hombre con el que objetivamente o no, los
engañan
por codicia
por jerarquía
en defensa de una
identidad cuyo establecimiento es fundamental debido a las frágiles
certezas de la construcción de la masculinidad
por una necesidad
profunda de respeto, de demostrar la valía propia
hay una elección
claramente hecha, es una decisión personal, eligen matar, el
homicidio en estos casos es una elección personal.
El homicidio es una
elección plenamente consciente. Matamos porque decidimos hacerlo
Y, cabría pensar,
porque no reconocen al “otro” como ser humano, como un igual,
aunque tal vez la verdadera pregunta –y por ello mismo la más
importante-, sea si ellos se reconocen a sí mismos como seres
humanos.
Hemos dicho que los
varones tienen diferentes razones para matar, dijimos que matan por
celos, para vengar la traición que, al menos en sus mentes, es un
hecho. Habría que añadir que en ocasiones matan a uno u otro, pero
en otras, deciden matar a los dos. En el caso de Jairo y Ezequías no
sólo se castiga la supuesta infidelidad, sino que se castiga con una
crueldad demencial que vuelve a traernos no sólo el tema de la
sexualidad y la forma en que la viven o se ven obligados a vivirla
los varones, sino que debería traernos a una reflexión profunda
sobre precisamente esa construcción del ser hombre. Construcción,
de sobra está mencionarlo, que obliga a una serie de actitudes y
formas de asumir una realidad que nos angustia, nos desespera y es
capaz de enloquecernos al no poder enfrentarla sin destruir o ser
destruidos.
Por
masculinidad entendemos un conjunto de funciones, conductas, valores
y atributos que forman parte del ser varón en un determinado tiempo,
espacio y cultura (Kaufman, 1997; Kimmel, 1997; Marqués, 1991;
Rodríguez, 1998, 2002; Fuller, 1997; Olavarría, 2002, 2003;
Godolier, 1986; Connell, 1995, 1997). De lo que podríamos derivar la
idea de que los varones deben llenar una serie de requisitos que
permiten que su masculinidad se manifieste ante la sociedad en la que
viven, pero sobre todo ante ellos mismos. Asumimos,
de acuerdo con Connell (1995), que la masculinidad es una edificación
cultural que se construye y se reconstruye socialmente. Una
de las forma que toma esa edificación, creemos, es su necesidad de
pertenencia y confirmación dentro del colectivo masculino ya que es
la aceptación de sus pares lo que les dará el galardón de hombres
y, en algunos casos, de muy hombres. Los
varones están conscientes de que así como la masculinidad puede
obtenerse y lograrse, también es susceptible de perderse, lo que
somete a los varones a una constante angustia por demostrar ante sí
mismos y ante los demás que son miembros del colectivo masculino,
(Marqués, 1991, 1997; Fuller, 1997; Viveros, 1998; De keijzer, 1998;
Olavarría, 1997, 1998).
Otro
concepto a la hora de analizar la masculinidad es el del poder, en
tanto las relaciones de género se caracterizan por ser asimétricas,
el poder permea todos los ámbitos de la vida social, tanto públicos
como privados (Foucault, 1979). Si acudimos al sentido positivo de
éste, el poder vendría a ser la capacidad para decidir sobre la
propia vida, pero no sólo eso, también es capacidad para decidir
sobre la vida de otro, con hechos que obligan, prohíben, impiden,
circunscriben. El poder no es una categoría abstracta, sino algo
real en la medida que se ejerce y puede ser visualizado en las
interacciones de sus integrantes. El poder tiene un doble efecto: es
opresivo y configurador en tanto provoca recortes de la realidad que
definen existencias (subjetividades, espacios y modos de relación
entre otros). La desigualdad en la distribución del ejercicio del
poder sobre otro u otros, conduce a la asimetría relacional. La
posición de género vendrá a convertirse en uno de los ejes
cruciales por donde transitan las desigualdades del poder (Connell,
1995, 2003). Y esas desigualdades de poder pueden dar y darán paso a
la violencia. Según algunos autores (Marqués, 1991, 1997;
Olavarría, 1997, 1998; Ramírez, H. 2004; Ramírez, S., 2005) decir
hombre es decir poder. Decir hombre es decir libertad, decir hombre
es decir control ante los demás y ante sí mismo. Vale la pena saber
que para Kimmel (1997), las cosas no son tan sencillas, él señala
que la masculinidad es una posesión que inicia precisamente
con la posesión del pene y, que se vierte en una serie de conducta o
conductas encaminadas a lograr la adquisición de ese algo intangible
que es la masculinidad.
En cuanto a la
violencia que siempre se ha dicho es parte constitutiva de la
masculinidad, cabe mencionar que Kimmel (1994, 1997), analiza la
masculinidad como homofobia y discute los temores, incomunicación y
silencio en su construcción. Señala el temor que los varones tienen
de otros varones en el proceso de la construcción de la identidad de
género. Alude a que esa construcción suele trabajarse por parte de
los varones como un alejamiento de todo lo que sugiera feminidad, lo
que lleva a la ligazón obligada con la sexualidad. Los hombres, dice
Kimmel, están tratando de probar que no son homosexuales dentro de
uno de los ejes del proceso de ser hombre, lo que genera un temor
profundo de no ser un verdadero hombre y la consecuente aprensión de
ser humillado por otros hombres. De aquí surgiría esa generación
de violencia como un rasgo distintivo de hombría y masculinidad, en
tanto que se constituye en fuente de poder sobre la mujer y sobre
otros hombres. De esta forma, el significado se constituye como una
relación entre lo individual y lo social y viene a anidar en la
experiencia y en la constitución de lo subjetivo.
¿Matamos
porque creemos que lo que hacemos de alguna manera es bueno para
nosotros? ¿Porque al hacerlo ganaremos algo? ¿O simplemente matamos
porque no tenemos idea de quiénes somos y quiénes son los que nos
rodean, pero sobre todo porque esos que nos rodean no pueden ser ni
significar nada para nosotros? Como explica Zaffaroni, en (Beristain
y Neumann, 1999). Sin un “tú” no hay un “yo”; sólo cuando
aprendo a reconocerte es que me reconozco, sé que las cosas son para
ti, o para mí, o para nosotros. Cuando me pierdo y no te reconozco
como “tú”, sino una cosa más, ya no hay un “nosotros”
porque quedo solo. Cuando quedo solo tampoco me reconozco porque
todas las cosas con las que quedo (y “tú” entre las cosas) son
“para mí”, pero yo también soy “para mí”, de modo que no
me distingo de las cosas”.
Creemos
que en una determinada frecuencia de la construcción de lo
masculino, de lo que los varones son instados –por la misma
sociedad en la que vivimos-, a hacer o dejar de hacer para ser
considerados como hombres y en algunos casos, como muy hombres, es lo
que deviene, en ocasiones, en el homicidio. Esa exigencia, cabe
pensarlo, sumerge al hombre en un mundo de conductas obligadas que
pueden dar paso a la violencia y en determinados casos, a la
violencia homicida. Pero no sólo eso ni necesariamente eso, creemos
también que los homicidas no reconocen en el “otro” a un
semejante, a uno igual a ellos, un ser humano con dignidad y
derechos. Creemos que los homicidas tampoco se reconocen a sí mismos
como seres humanos socializados y que tal idea podría dar paso,
podría genera esa capacidad de destrucción.
Pero
también hemos dicho que la decisión de matar es algo asumido
consciente y libremente por los homicidas en algunos, por no decir
que en casi todos los casos. Los hombres, entonces, eligieron
matar.
Las razones, tal como mencionamos renglones arriba, son enormemente
diversas, pero lo importante aquí es que el homicidio es una
elección consciente y querida. Porque, a pesar de cualquier
circunstancia terrible en la que pudiéramos vivir o vernos
envueltos, somos seres libres, con una libertad que está más allá
de las cadenas que pudieran sernos impuestas, y es esa libertad la
que nos lleva con los pasos contados al homicidio. Finalicemos con
unas palabras de Durkheim (1997), el dominio de la vida
verdaderamente moral no comienza sino donde comienza el dominio de la
vida colectiva o, en otras palabras, que sólo somos seres morales en
la medida que somos seres sociales. Ya que la moral es esencialmente
una disciplina.
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