que medrosa latía, mirándonos pasar.
No gritó: al arrancarla, suspiró levemente,
dejó caer la mirada
y procuró que aquel escalofrío
corriera por mi mano y hasta cobrara forma
de animal.
Sin bajarle las bragas
hubiera resultado
amarga.
Y las otras, colgadas, endulzadas de rabia,
nos juraban venganza
toscamente
perfectas.
Como planeta,
como mundo a habitar donde sobar la piel,
equilibrar mordiscos o pecar
estremecía:
amar a una mujer es hoy cerrar los ojos
y escuchar el quebranto de la pulpa
en su boca.
No hay trino, brisa, música, marea comparable.
deja una débil cicatriz que pesa,
vibra, suena
a apresurados pasos por un puente que fuera de alma a alma.
Hay un placer sutil en restañar el puente
y en volver a volarlo.
¡Sobre todo en volarlo!
Deja una siembra subterránea
de silencios
que fingen penetrar el secreto de aquel derrumbamiento.
¡Sobre todo al sobrevolarlo!
Porque a cierta distancia su tamaño
es aún mayor
y su desorden, su color y su entrega
son tibios y su inquietud
parpadea
como cualquier otro destello.
y mondaduras fósiles y migajas
de panes de metal bruñido,
en tiempos en que se pone en duda
el brillo fascinante
de algunos gritos de dolor,
en que son cuantificables franqueza o impiedad,
escuchar no es frecuente.
Y no es posible así saber que cuando
lo observado
se desprende
del ojo
vibra.
y no, de ningún modo, silbo,
clic, roce rasante
de ruido que al rodar rumie la hierba:
vibra en frecuencias frías
que se quedan
suspensas
hasta ser cosechadas
por un loco
que escucha
lo que ya nadie quiere,
las sobras de las músicas atrapadas al vuelo,
y amplifica.
lo observado
muere
además de vibrar.
Alanceas cuanto miras,
sacrificas
cuanto
miras,
amojonas cadáveres de todo aquello
que miras.
La vida es, en el fondo, el tiempo que empleamos
en ordenar el mundo, en esculpir el mundo, en aprender a amar
las voces
del mundo.
Un poema hermosísimo a la mujer, a las cosas que miran y a las voces del mundo. Ganas de más.
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