La palma de mi mano
I
Mi tía abuela Aurora nació con una Rama
Dorada, eso fue en el año de mil novecientos,
en un pueblo de Durango, México. La
partera al verla salió corriendo como una
oveja asustada. Mis bisabuelos sonrieron y
abrazaron a Aurora con la felicidad contenida
de tres cuerpos flotantes que tocan el hilo
infinito del poder de la estirpe desde la llama
cósmica.
Aurora no era una niña fotostática, tenia
el don generacional. Podía ver lo invisible
de las personas, aquella dimensión poderosa
donde ocurren tantas cosas inexplicables en
la mayoría de los seres humanos, explicables
a través de Magos y Curanderas. Seres
encontrados entre los bosques interiores.
Muchos han sido caricaturizados en los
cuentos fantásticos para alimentar utopías
por el miedo a recordar su propia herencia y
tradición en los Ancestros Mexicanos.
Aurora viaja y regresa, no tiene límites.
Ha enseñado a mi abuela el Arte de la Magia
en el pueblo de Tepoztlán, Morelos, México.
Mi abuela declamó cada una de estas
enseñanzas el siete de septiembre durante
setenta y siete años. Los conjuros y recetas
mágicas formaron a cientos de Magas y
Curanderos de todos los planetas que gozan
viendo visiones. Mi madre me contó que
hablan en diversas lenguas. Mi madre es mi
abuela. La memoria que guardo es un tesoro
de Aurora.
II
Evoco a mi abuelo materno, quien tiene el
don de la palabra oral. En varias ocasiones
nos contó a todos sus nietos que cuando fue
niño observó bajar a Nahuales y Brujas de
los cerros. Vivían ocultos en montes y descendían
únicamente cuando la luna estaba
embarazada. Dizque miraban a las personas
transitar, descalzas con heridas de diferentes
vidas. Nadie podía salir de su morada después
de las nueve de la noche.
Los que salían a caminar fuera de sí, cargaban
un machete en mano, entre su pecho
colgaban un amuleto de la imagen de San
Benito de Abad. Oraban en voz alta y con fe
suspendían el tiempo. Según al hacer los tres
cultos tenían protección y eran invisibles
ante los hambrientos Nahuales y Brujas que
buscaban encontrar La Rama Dorada en
alguno de estos pasajeros atemporales.
Caminaban rápido sin detenerse, sin
voltear atrás a pesar de escuchar voces de
familiares extintos. Los llamaban por medio
de pisadas en el techo, trastes que se movían
de un lugar a otro, libreros que se agitaban,
libros que se abrían en la página treinta y
tres, páginas que contenían mensajes no
ocultos ni secretos, es una tradición oral y
ancestral. Mi abuelo me contó con su propia
voz un primero de mayo cuando morí.
III
A Camelia Rojas Ayala
Froto mis manos treinta y tres veces. Mi bisabuela
materna Juana reaparece en la tercera
dimensión como acto de magia. Hacemos
un recorrido a su laboratorio alquímico. Veo
botellas de vidrio y plástico con diversos
colores que hacen coro a través de las velas.
El color verde predomina, hay cientos de
frascos. Observo el altar con figuras de mujeres
que miran, desafiantes. Un triángulo
dorado está en la parte trasera de la puerta.
Los cuarzos también alumbran el pasadizo
del recinto en forma cuadrangular.
Un sonido intenso y constante rasguña
el techo. Se escuchan gritos de voces en
distintos dialectos. Buscan entrar al mínimo
descuido en el ojo ajeno. Retan al Cristo con
los brazos abiertos que está pintado en la
madera cobriza. No pueden ingresar por el
peso de su conciencia. El olor del ajo, la cebolla
y el chile, hacen que se detengan como
gárgolas paralizadas que miran el infinito sin
saber el porqué son seres sin descanso.
Todo está en orden, sólo el olor es más
intenso cuando Juana abre sus diferentes
brebajes para curar a toda persona que toca
su puerta tres veces. La gente enferma no la
mira a los ojos hasta que ella con sus manos
de oro les abre su alma. Mientras ora en
oro blanco van recorriendo en trescientos
treinta y tres grados el aura de las nueve
personas que buscan romper el lazo negro de
sus últimas seis generaciones.
Comienza la conversación de alma en
alma y las enfermedades salen de la boca. Escupen
maldiciones con una velocidad a seiscientos
sesenta y seis kilómetros. El viento los
aniquila y se vuelven nubarrones negros que
regresan a la tierra para clarificar al espíritu.
La ventana del laboratorio alquímico se
empaña. Alguien escribe en la parte de afuera
r-e-g-r-e-s-a-r-e-m-o-s en doce ocasiones.
El Sol hace que escurran cada letra y el silencio
comienza a tener voz en mi voz.
Soy testigo de cómo el recinto en forma
cuadrangular es una fiesta de sombras y
encuentros con personas de distintas épocas.
Mi abuela Raquel me guía con sus conversaciones
sabias. Desde Cuernavaca viajamos
en los autobuses guajoloteros cada fin de
semana al pueblo de Tepoztlán, Morelos,
México. Lugar de nacimiento de los treinta y
tres ancestros.
De nuevo observo la fotografía en blanco
y negro. Leo cuidadosamente el poema que
mi madre María del Rocío recitó el siete
de septiembre, cuando recibí la iniciación,
con la anciana más vieja del pueblo. Lectora
del futuro en un bote con agua. Froto mis
manos de oro treinta y tres veces. Las tres
hechiceras sonríen en El Tepozteco, saben
que existen en mis sueños.
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