Imitación de una pintura
Tumbado en el piso mientras las personas se empujaban y
aplastaban en las escaleras que conducían al metro, el hombre recordaba. El
dulce blanco de la previa vida, donde había tenido tierras y esclavos. Entendía
que era como un cactus engañoso, atrayendo a la débil presa humana con
brillantes colores y decepcionando con su dureza y sequedad. Tampoco avisaba
sobre el futuro porque su belleza era cegadora: El Mesías no vendría, debió
haber dicho.
Él era un
salvador. Se convertiría el profeta, en el padre de todos. Empezaba hoy con su
deber. Con barba rica en mugre y piojos, y con un traje mojado que usaba desde
hace un año: sus pies descalzos danzaban a un ritmo invisible, y él, con toda
su sabiduría, era el único que podía sentirlo. Sin prisas, sin deberes, sin
preocupaciones. Pero detenía la cruz en una forma equivocada, y probablemente
obscena ante los muy religiosos, y su danza era incomprensible. No era un
ritual ni un llamado de los ángeles, no atraía ni perdón ni redención: sólo
miradas despectivas de los transeúntes: se veía como el autómata de un loco,
siguiendo mal los colores de Leonardo, quién irrumpía en llanto rígido y con
los ojos bizcos.
Pero
salvaría a la humanidad, se prometió, mientras abrazaba el globo terráqueo que
robó de Walmart y juraba protegerlos de sus pesadillas. Tal vez terminaría
llevándose nuestros sueños y condenándonos al insomnio. Como todos.
Del mejor al peor
Primero un hongo, palabra proveniente del latín Fungi.
Pequeño, indispensable, colorido. Ahora una mosca. Intrépida. Ahora la nada, la
niebla y el camino largo de la transición. Un pequeño panda que es arrebatado de
su madre, allí lo alimentan. Lo limpian con una toalla. Antes era rosado, hoy el
pelo le crece en cuestión de minutos: como banderines poblando un mapa
conquistado. Se llena de cabello y gordura. El verde bambú, largo, infinito
como sus anhelos, es su único placer. Es infinito como creyó que sería su vida.
Pero después descubre que no es así, en un último aliento de amarga realidad.
Aquí se queda su cuerpo.
Y pronto es
un gato, blanco y enojado: no hay siete vidas ni diferentes dimensiones. Pero
sí comezón. Nada sobrenatural. Tal vez es porque aun no las merece, pero antes
de que pueda saberlo, es un humano. Vacío. Seco. Escondido en un caparazón como
la fruta de Baobab, donde yacen deliciosos conocimientos, enraizados y por
siempre enmudecidos, pues el hombre no aprende a utilizarlos. Tampoco aprenderá
a recordarlos. Y siente nostalgia, ésa que estará siempre presente, que será
dolorosa porque no sabe qué extraña. No sabe lo que fue. Atascado por siempre
en el horror de una primera vida eterna. En el horror de un Dios que lo explica
todo. El hilo de sus vidas múltiples queda detenido: lo detiene en sus manos y
se cuelga el rosario en el cuello.
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