Colgando
Los encarnados
números se mueven sin parar y al llegar al tope una pantalla blanca
cae en su camino. Las rejas no tienen la fuerza necesaria para
detener a las almas maliciosas que se adentran buscando una nueva
víctima. La pluma se mueve entre los dedos, la examina con lentitud
al tratar de seguir escribiendo en una hoja con tan sólo dos
palabras en ella, la fría banca apenas se sostiene y, de la misma
manera, busca ayuda para sostenerse y no caer en la oscuridad del
vacío. Detrás de aquellos pelos enredados se esconden disturbios de
un falso descanso y las pequeñas bolitas de papel marcándole el
cuello con heridas sin curación. Las voces no siguen su camino y las
ruedas son lo único que sobresale en aquel pasillo donde de repente
el aire se llena de palabras, símbolos sin sentido que marcan una
sonrisa en las largas caras de los verdugos, la silla está a punto
de desvanecerse. El sol baja poco a poco igual que el atormentado ser
que cae y quema sus palmas con los violentos rayos de odio destilados
por los brutales cómplices. Los barandales de metal son los
múltiples testigos de la barbaridad, el estomago del atormentado se
retuerce con la intensidad de la vida y el puño se engalana con el
dolor engendrado, festeja lleno de los derrames humanos. La negrura
se extiende y nos introduce a un mundo donde las pisadas se hacen más
fuertes y los sonidos retumban justo atrás de nosotros, la fuerza se
apodera y las rejas se vuelven sus compinches, dejan cicatrices que
nunca podremos ver pero sí sentir. La soledad se aferra, se engancha
con ímpetu en aquellas raíces dañadas por el tiempo donde aquel
virus se incrusta, las manos se sueltan un poco más. La ropa se
arruga mientras los victimarios juegan, se divierten con el terror
que crean en él que hace que se doble y ya no pueda con su peso,
ruega mientras siente la respiración de la brutalidad acercarse. Las
inclementes decoraciones hacen que tire todo a un lado, sus recuerdos
y notas, su conciencia se niega a seguir adelante, a continuar con su
eterno calvario. Las risas e insultos impiden su caminar y la maldad
se regocija con la mueca de tristeza, aquella que le prohíben el
levantar la mirada. Llega el acto principal, el empujón rompe el
silencio, los demás seres gritan mientras el rostro está pegado al
césped, las lágrimas exterminan la única fuerza restante en el
individuo y deja que el sufrimiento invada su interior y el infernal
prójimo maltrate su cuerpo, entrar a su fortaleza con el pánico de
vivir. Las piezas de su alma comienzan a moverse, buscan la salida
del organismo, algún lugar feliz, en paz. Los colores comienzan a
verse de nuevo, unos cuantos rostros se visualizan en el horizonte,
sonríen de una manera tan pura que el lugar se queda en un profundo
silencio, los pedazos se unen de nuevo y poco a poco regresan al
lugar donde deberían estar. Él abre los ojos de repente, observa
aquellos ojos en las alturas, lo despiertan. Quita a su agresor con
el más mínimo esfuerzo, se levanta y mira a todos a su alrededor,
da la gracias y se va mirando hacia el cielo.
Resiste
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