Nacer mujer
Irma residía bajo la colina. Hacía tiempo que había dejado de sentir miedo,
ese miedo hiriente, ofensivo y grueso, casi asfixiante, atrapado entre los
poros de su piel. Ya no era necesario. Ya no temía que unas manos invisibles
segaran su vida en medio de un luminoso día de cielo azul y aroma a sal. Ni le
asustaba volver a casa y descubrir la violenta ausencia de su prima Neyra o de
Juana, su mejor amiga. Ya no le preocupaba que el miedo ocupara todo el
espacio de su vida. Desde allí, desde lo más alto de la colina, una cruz rosa
chicle, sin nombre, gritaba tristemente orgullosa lo que ella no había podido
decir en vida: ¡Soy una mujer de Ciudad Juárez!
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