La muerte es como un niño en la sombra:
se agranda con un beso robado a los retratos.
La muerte se lleva las palabras y los rostros
ahondados en la mano
y nos desfonda la sonrisa y los sueños
con una luz fingida que se parece a todo.
La muerte siente miedo de los pájaros
que se juntan debajo de la nieve
para inventar el fuego que los hace volar.
Solamente los pájaros ahuyentan a la muerte
con un canto confuso y desvirgado por
las piedras.
La muerte se lleva las ventanas cerradas
y se pinta los ojos con tierra como los ajedrecistas
como los bizcos que ven crecer al cielo
entre los pedregales
como si Dios tuviera los huesos pegados con
saliva de muerto y no con escaleras
para subir cantando a la más alta duda
de los abalorios.
La muerte es un día de menos
en medio de los días amados por el agua.
La muerte borra con su dedo amarillo
a las luminiscentes alondras hiperbólicas
porque no se cansan de cantar a los días
con palabras perfectas como el viento.
Eres como la luz entre las rendijas
de las casas de madera
donde un poco de humedad alborota
demasiado al mar.
La muerte no tiene misterio
y por eso se lleva tus ojos congelados por el metal
más fino de la primavera.
Las palabras son de sal
y la sal es negra como un cacique.
La muerte no se lleva tu nombre
ni el nombre de las cosas que tú amabas.
La muerte se lleva el tronar de los dedos
y se lleva un poco del silencio
de cada palabra.
La muerte es un susurro largo oscuro desolado
que no puede arrastrar su propio cuerpo
sobre las calles sin pavimento del rocío.
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