Otra frontera
Vistas
desde el cielo, allí donde dicen que un hombre nos observa, Juárez
y El Paso forman una ciudad sin pausa. En esas latitudes, el Río
Bravo que las separa ya ha perdido parte de su caudal, que casi
desaparecerá en verano. Este trozo de frontera lleva más de un
siglo supurando. Era un camino de ida y vuelta, de cuatreros que
escapaban de las leyes estadounidenses y de temporeros mexicanos que
soñaban con una vida mejor. Pero hoy el camino está cerrado.
Juárez/El Paso es, de hecho, el peor sitio que puede elegir un
espalda mojada para intentar el asalto al sueño americano. A los
estadounidenses, por su lado, no se les ha perdido nada en Juárez.
Fumar un poco de marihuana y “encuerarse” con alguna señorrita
en la ciudad vecina bien podría valerles un tiro en la cabeza. Esta
percepción, quizás excesiva para un extranjero, se revela como
inexorable para los orgullosos habitantes de la ciudad más segura de
Estados Unidos, El Paso, Texas. Desde el cielo, forma con Juárez una
misma mancha de cemento, pero bien claro está que a ras de suelo las
cosas son distintas.
El
hombre que, dicen algunos, nos observa desde el cielo, no sabe nada
de todo esto. Le queda demasiado lejos. Desde allí todos los hombres
y mujeres de la tierra no son ni hormigas, tan solo olas, ligeras
ondulaciones que nacen y mueren sin control. Qué diferencia podría
suponer un río, o una verja de acero.
Lo
que tiene claro Isabelita es que el hombre que nos observa es, de
hecho, un hombre. Es imposible que sea una mujer. Incluso Isabelita
sabe eso, ella que ha logrado cruzar la frontera, que se ha colocado
del lado de los que sobreviven. Pero la frontera que ha cruzado
Isabelita no es precisamente la del Río Grande, y la tiene grabada a
cuchillo en su rostro.
“¡Ay,
Isabelita, éstas ya lo vieron todo!”. Isabelita la güera es, por
naturaleza y circunstancias, un juguete. Su piel es blanca donde toda
piel es trigueña. Sus pezones rosados y los dientes blancos eran
otra
cosa,
otro mundo, una especialidad que a la larga salvó su vida. Ni
siquiera fue una decisión suya, nunca pudo serlo. Pasó de niña a
mujer en una noche, sin ella pedirlo, y de víctima a verdugo en un
día. A fuerza de estar con ellos, a Isabelita le dieron la opción
de funcionar como contacto, como cara amable y voz femenina,
tranquilizadora. Cruzó la frontera y se sentó junto a los hombres.
No era la única allí, pero se sentía sola.
“Llévalas”.
Así de sencillo se condena a muerte a tres mujeres gastadas. Lo que
necesitaban de ellas ya lo tienen. Vieron mucho, hicieron su parte y
es hora de que dejen paso a la savia nueva. Isabelita gestionará el
viaje. No es difícil: Ciudad Juárez está lleno de casones vacíos.
Como
los Judenrat,
los consejos judíos que enviaban a miles a Auschwitz a cambio de un
puñado de salvoconductos, Isabelita está obligada a la traición.
La lleva con soltura, sin preocuparse demasiado. Si la otra opción
es la muerte, todo está justificado. La historia necesita de estos
engranajes a contrapelo, de crueles regulaciones, e Isabelita asume
su papel de forma vacua. Ella es, qué duda cabe, otra víctima.
Además, se repite a sí misma a veces (cada vez más a menudo), ella
nunca ha matado a nadie.
Esta
semana han sido solo tres las que lo vieron todo. Será fácil
encontrarles un sitio. Una de ellas ha bromeado con la cicatriz de
Isabelita, que enseguida le ha tomado odio. También las personas
como Isabelita pueden odiar, e incluso disfrutar de su triste
destino. Los malos sentimientos no son un lujo exclusivo de las
personas buenas.
En
el cielo, el hombre que observa está durmiendo. Son las cuatro de la
mañana y Juárez/El Paso comienza a despertar. El Río Bravo, por
una vez digno de tal nombre (el fin de semana fue tempestuoso), riega
los márgenes, inconsciente de estar marcando la línea que separa el
sueño y la sombra.
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