Desde el 1 DE SEPTIEMBRE DE 2012 hemos venido celebrando en numerosos pueblos y ciudades del planeta, las lecturas solidarias "ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ".

Estas lecturas están convocadas en solidaridad con Ciudad Juárez, en representación de todo el pueblo de México y por extensión de cualquier otro rincón del planeta donde el miedo, consecuencia última de la violencia, es utilizado para imponer la voluntad y los intereses de los grupos de poder sobre los derechos y la dignidad de los pueblos y los ciudadanos.

En nombre del colectivo Escritores por Ciudad Juárez continuamos con esta llamada a la solidaridad y la movilización. Quienes lo deseen pueden remitirnos sus poemas o textos, alusivos al conflicto que padece Ciudad Juárez, que serán colgados en este blog y posteriormente utilizados en cuantos proyectos y publicaciones decidan los organizadores de las lecturas solidarias. Las colaboraciones serán colgadas como entradas, con el nombre del autor o autora, junto al nombre de la ciudad de donde nos escriben. Y cada nueva colaboración del mismo autor o autora será añadida a la primera de sus colaboraciones.

Dirección de contacto: poemasporciudadjuarez@hotmail.es

sábado, 25 de agosto de 2012

ALFOSO LÓPEZ CORRAL, Navojoa, Sonora

Cajetilla

Con los dientes liberó del celofán la cajetilla de Marlboro blanca y antes de abrirla escupió el cintillo dorado. Sacó un cigarro, lo tabaqueó sobre el dorso de la mano y enseguida lo puso en su boca. Sacó el encendedor. Talló la piedra tres veces antes de que encendiera una llama chiquita y amarilla que protegió con las manos para prender el cigarro.

Le dio un jalón largo y con el humo todavía llenándole la boca, dijo:

Estoy encinta.

Carmen Soto levantó la taza de café y dio un trago para disimular algún gesto involuntario frente a Lucía, la mujer que no veía desde hacía dos años y que apenas dos horas antes le había comunicado su regreso a Navojoa.

A media mañana eran las dos únicas personas sentadas en una mesa de la Lonchería Velázquez, en el Mercado Municipal. Unos cuantos comían en la barra, pero la mayoría hacía su pedido y se marchaba a comer a otra parte.

Creo que aún estoy a tiempo de sacármelo. Digo, sin que me haga daño –agregó Lucía sin hacer un gesto, mientras daba sucesivos golpecitos al cigarro con el dedo índice.

¿Cuánto tiempo tienes? –se animó a preguntar Carmen.

Creo que tres meses. No estoy muy segura; como soy irregular.

¿Todavía no vas con el doctor?

¿Con qué ojos? Si apenas me quedó para volver. Mi hice una segunda prueba casera en los baños de la central de autobuses. Quería estar segura.

Pero sí tienes para comprar cigarros –reprochó Carmen.

Ah, ésta –dijo desdeñosamente Lucía-, me la dio un señor muy amable hace un rato, mientras hacía tiempo esperándola.

¿Te la dio? –preguntó Carmen y al instante se corrigió–. Para qué pregunto…

Me la dio –aclaró Lucía. Y ultimadamente, ¿qué se fija ahora?

¿Es de mi Mario?

Si no fuera, ¿cree que estaría contándoselo como una comadre cualquiera?

Como dices que vas a abortarlo… aunque ya lo estás haciendo.

Yo no he dicho que voy a abortarlo. Dije que aún estoy a tiempo de hacerlo.

¿Y volviste para que te convenza de tenerlo?

Volví para preguntarle si lo quiere –respondió Lucía. Como se quedó sola…

Las dos mujeres cruzaron la mirada y enseguida la desviaron. Lucía se puso el cigarro en la boca pero no fumó, como si hubiera querido anticiparse a una interrupción o a un reproche. Carmen se quedó mirando su café, quizás en la espera de que le dijera algo de lo que estaba por venir.

Las moscas se hacían su sitio en la mesa, alrededor de las dos mujeres y en el pasillo; hacían más difícil el calor, más batalloso; provocaban movimientos innecesarios. Quizás por fin caería el primer aguacero.

¿Por qué no quisiste mandarme a mi Mario? ¿Por qué lo dejaste allá? Me dejaste sin una tumba para llorarle. –La voz de Carmen quiso quebrarse pero pudo contenerla. Se había jurado que ya no iba a llorar, al menos no enfrente de la mujer que le había quitado todo lo que tenía; que había desbaratado sus planes y sus esperanzas.

No tenía dinero.

Yo hubiera conseguido, yo hubiera ido por él… si tan sólo hubiera sabido dónde estaban.

Ya no tenía caso. Cuando yo me enteré, ya lo habían enterrado. Sólo quise avisarle por respeto. –Lucía dio un último jalón al cigarro, pero éste se había consumido un rato antes. Sin darse cuenta aplastó la bacha en el platito de la taza de café.

Sólo me dijiste que había muerto en un accidente y colgaste. Ni siquiera sé por dónde comenzar mi luto. Hace casi dos meses que se murió y yo no sé ni dónde está. Ya no sé cómo llorarlo. Todavía quisieron rematarme tú y mi Mario… todavía –Carmen cerró los ojos y enseguida se llevó los puños y los apretó sobre ellos. Cuando quitó las manos los dos índices estaban mojados pero sus ojos, rojos, no soltaron una lágrima.

Lucía desvió la mirada. No quería ver a esa mujer de esa manera, a punto de quebrarse como una hojita reseca por la helada. Aunque no fuera a decirlo jamás, sentía un lejano respeto por ella. Algo más que una consideración. Como a un adversario. Quizás eso fue lo que la había hecho volver. Estaba segura que de otra forma, se hubiera quedado donde estaba o se habría marchado más lejos. Pero otra vez se hallaba en Navojoa, tierra que se había prometido no volver a pisar, no al menos que el Río Mayo la inundara.

No quiero decirlo, usted sabe…

¿Qué fue mi culpa? ¿Eso ibas a decir? –la interrumpió Carmen.

No, eso no. Yo estoy tranquila porque no fue culpa de nadie. Ni siquiera suya. No podría engañarme pensando eso. No tiene caso.

¿Entonces?

Mario ya estaba grande y sabía lo que hacía. Que usted quisiera engañarse es otra cosa. Yo era el menor de los problemas de Mario. Y si le dijera lo que él me decía o cómo me hablaba, ni siquiera era yo un problema.

¿No me lo quitaste? ¿No eres una pu…?

¡Cállese, señora! –cortó Lucía. Yo jamás engañé a Mario ni le dije lo que no era. Lo nuestro nomás era de los dos, de nadie más.

Di lo que quieras. Ya sólo me importa su muerte.

Carmen, volví por otra cosa, pero sigue terca en lo mismo. A lo mejor por la vida que yo tuve, como me hicieron crecer, pensé que mi hijo, si nacía, podría estar mejor con usted. Crecer en una casa. Pero ahora estoy segura que ni hace la diferencia. Ya ve a Mario.

No te atrevas a decir nada malo de mi Mario. No en mi presencia. Yo sola lo saqué adelante. Él vivía para mí hasta que tú lo sonsacaste.

Su Mario, como no se le quitó la maña de decirle, ya era un hombre cuando me conoció. ¿Y sabe cómo fue?

Carmen se volvió para otro lado con la pregunta, como si no quisiera escuchar. Aunque permaneció sentada. Lucía siguió hablando de todos modos:

¿Se acuerda del Gato Guerra? Yo era su novia. Estaba en su casa cuando fueron por él. ¿Le explico cómo salí viva?

La cara de Carmen comenzó a moverse como si por dentro todo se estuviera revolviendo para luego explotar. Si sus ojos se ponían más vidriosos se quebrarían con un parpadeo. Lucía atestiguó que la señora que tanto la había despreciado por no perder a su hijo, ahora veía que el niño le crecía de golpe.

¿Sabe por qué nos fuimos de Navojoa? –ahora que había comenzado a contar no quería quedarse con algo No fue porque él tuviera miedo de que usted no me aceptara. Fue porque el Pancho Buitre lo mandó llamar. Tuvo que huir; no se fue porque se hubiera robado una novia de rancho. Y yo me quise ir con él y me aceptó. El Buitre tardó dos años, pero al fin lo alcanzó.

Mi hijo –ya no dijo mi Mario, y empezó a llorar, como si por fin hubiera aceptado todo lo que traía en el pecho. Como si por fin se valiera llorar de veras.

En ese instante se oyó un ruido ensordecedor. Como si estuviera previniendo de un ataque aéreo, como si estuviera presintiendo tiempos de guerra, la sirena del mercado anunció de esa forma el mediodía a todo Navojoa. A las dos mujeres que permanecían en la mesa, y que estaba a unos cuantos metros de la sirena, ni siquiera les importó.

¿En dónde está? –preguntó Carmen cuando pudo reponerse.

En Mazatlán. Fuimos primero a Zacatecas; luego un amigo le dijo que había trabajo en Mazatlán y para ya nos fuimos. Alguien lo vio, o a lo mejor su amigo lo vendió, no sé.

¿Por qué no me dijiste?

Porque ya habían pasado más de dos semanas cuando me enteré. Usted sabe que se iba a trabajar y podía durar hasta un mes sin que lo viéramos. Ni siquiera quisieron dármelo. Ya no lo vi.

¿No está en el panteón? –preguntó Carmen, y sin siquiera esperar la respuesta se soltó a llorar de nuevo.

Yo también he tenido que llorarlo así, al viento, como si no hubiera rumbo pa dónde soltar las lágrimas.

Las dos mujeres se quedaron en silencio. El calor comenzaba a vaciar los pasillos, a empujar a la gente a sus casas; el agua con el que los había barrido se había evaporado. Pero aquí adentro del mercado no iba a llover. A lo mejor ni afuera. Ya no llovía, ni con las moscas.

Un muchacho les retiró las tazas. Lucía levantó la cajetilla de cigarros y tomó uno.

Ya no fumes, le hace daño al niño –pidió Carmen, como si estuviera segura de que iba a ser varón. Lucía dudó un segundo y dejó el cigarro en la mesa. En la casa está el cuarto de Mario –agregó. No te voy a molestar, yo tengo que ir a buscarl

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