Alcemos
nuestras voces por
las mujeres asesinadas
En
las estadísticas feroces y criminales de los asesinatos contra
mujeres, en ese infame capítulo de depredación y escarnio que
avergüenza a la Humanidad, en ese capítulo siempre abierto, siempre
sin cerrar, de la historia vil y canalla que convierte a la mujer en
la diana sobre la que impactan los cuchillos y las balas de los
sicarios del mal, la población mexicana de Ciudad Juárez se alza
con el primer lugar. Nadie parece hacer nada para apear a Ciudad
Juárez de ese triste y sangrante récord de violencia y muerte que
se le ha adherido a la piel.
Ciudad
Juárez, donde 4 de cada 10 personas asesinadas son mujeres, se ha
convertido en el símbolo mundial del feminicidio, palabra que define
los homicidios perpetrados contra mujeres, cuyos cuerpos aparecen,
cuando aparecen, mutilados o violados, con muestras evidentes e
irrefutables de haber sido asesinadas, según Amnistía
Internacional, usando “grandes dosis de violencia sexual y física”.
No es necesario aprender sociología para saber que una sociedad
donde las mujeres mueren a manos de los hombres es una sociedad
enferma.
Los
asesinos, violadores y verdugos de esas mujeres son hombres, aunque a
veces esos hombres son tan jóvenes que aún no han dejado del todo
atrás a esa infancia que es manipulada y agredida por quienes actúan
en la vida sin limitación moral alguna. Sandra Rodríguez, autora
del libro La fábrica
del crimen, afirma que
los jóvenes de Ciudad Juárez matan porque no existe un castigo por
hacerlo y porque el homicidio no se investiga y existe una especie de
conciencia de impunidad, lo que es tanto como decir que no les va a
pasar nada.
Mueren
muchas mujeres en Ciudad Juárez, pero otras quedan vivas y deambulan
como fantasmas y espectros clamando una justicia que hace oídos
sordos para no oír los gritos y las razones de los más
desfavorecidos. Son las víctimas invisibles, mujeres sobre las que
las autoridades han desplegado el manto de la invisibilidad: viudas
de hombres que han sido asesinados por la lacra del narcotráfico,
mujeres que tienen que cargar con sus nietos porque sus madres han
caído baleadas o acuchilladas, mujeres que deambulan por la
geografía siniestra de las morgues para tratar de localizar a sus
muertos, niñas que se quedan sin madres, madres que pierden a sus
hijas. La mujer, tan esencial que sin ella no existiría el hombre,
es la que casi siempre paga por las frustraciones que merman la
capacidad de aguante del varón.
¿Hay
un origen claro en ese estado de cosas? Siempre lo hay. Muchos lo
atribuyen al narcotráfico, un negocio lucrativo que corrompe
voluntades y corroe hasta los cimientos de una sociedad trastocada
que sigue un rumbo ético y moral errático y ha pasado -como señaló
en su día Antonio Gala- de adorar al becerro de oro para adorar al
oro del becerro. El tráfico de drogas se convierte, sin embargo, en
la argamasa vil sobre la que se alza un tinglado mafioso y
especulativo que maneja exorbitantes cantidades de dinero. El dinero,
esa palanca poderosa que todo lo mueve, doblega dignidades. Pero uno
coincide con Alma Gómez, coordinadora de la Fiscalía General de
Chihuahua, en que “Atribuir los muertos al narcotráfico es la
mejor excusa para no investigar”. Si se investigara, si los
escandallos del interés no se quedaran en lo que parece obvio y
descendieran a la raíz sustancial de las cosas, se vería que el
mundo tenebroso del narcotráfico, la urdimbre que hace posible su
existencia, no está muy lejos de la miseria y la ignorancia. Y
miseria e ignorancia son el caldo de cultivo en el que se condimentan
casi todas las injusticias.
El
universo oscuro y hediondo del narcotráfico prospera porque la
miseria y el miedo de la población, la ignorancia en la que viven
los hombres, mujeres, niños y niñas de una buena parte del mundo,
junto al desinterés, la política de ojos cerrados y la injusticia
mostrada por quienes gobiernan, la hacen posible. No conviene llegar
a la raíz de ningún asunto, porque es justo en la raíz donde
podría estar la solución y la solución es lo que una parte podrida
de esa sociedad, la más inclemente y dura, trata de impedir con
tantas muertes. Vivir en la impunidad y la degradación le ha
resultado siempre rentable a quienes carecen de la empatía
suficiente como para ponerse en la piel de sus semejantes.
Creo
no equivocarme si digo que a nosotros, los que hemos sido convocados
para solidarizarnos y denunciar, no ya lo que les ocurre a las
mujeres en Ciudad Juárez, sino en todas las partes del mundo donde
la maldad y el machismo contra las mujeres campan por sus fueros, a
nosotros, repito, nos alcanza y salpica tanto horror y tanto dolor.
Estar hoy aquí, en este momento, es hablar del dolor de los más
débiles, las mujeres y los niños, víctimas propiciatorias de la
fuerza chulesca y brutal de los más fuertes, esos mercenarios del
terror y del miedo que tienen el corazón y los oídos cerrados para
no escuchar los gritos de angustia proferidos por sus semejantes.
Déjenme que poetice tanto drama y les diga que…
….
humanizado y empático
con
el dolor del otro, con la persona
que
no tiene nada y no le queda más que llorar
la
dimensión exacta de su desconsuelo,
yo
pienso que hay algo terrible
en
los hombres, algo feroz y siniestro
que
por mucho que me esfuerzo
en
comprenderlo yo comprenderlo no puedo.
Me
esfuerzo y quiero
no
ser un demagogo de los sentimientos,
pero
cuando veo a esos niños rotos, deshechos
por
misiles, bombas lapas o de racimo, esos niños muertos
entre
ruinas que nos miran con los ojos de par en par abiertos,
esas
mujeres de Ciudad Juárez cuyos cuerpos aparecen destrozados
y
muertos en tierras del Cerro Bola o el Cristo Negro,
no
puedo por menos que pensar que Dios fracasó
al
hacer al hombre y que éste se le quedó sólo en proyecto.
No
entiendo
por
qué a los que usan bombas contra sus semejantes
les
llaman terroristas, mientras que a los que fabrican
las
bombas les llaman comerciantes.
Perdonad,
pero no lo entiendo,
aunque
visto lo visto les confieso:
la
persona que escribe esto no es más que uno de esos ignorantes
que
se preocupan en demasía de las cosas del sentimiento.
Creo
que el hambre es un azote para la Humanidad. Y creo que ese hambre,
derivado de una educación paupérrima, es capaz de explicar muchas
cosas por sí mismo, porque ambos, hambre y poca o ninguna educación,
son productos de las injusticias cometidas por esa justicia que se
gesta y se larva no solo en los aledaños del poder, que es el que
debiera preocuparse por los ciudadanos, sino en su mismo núcleo
político. El poder es en sí mismo el culpable, por omisión o
inhibición, junto con otros factores igualmente sangrantes e
ignominiosos, de las violaciones y muertes de tantas mujeres. Poder y
dinero van unidos, y junto a ellos, como conformando un triunvirato
maléfico, la corrupción. Cuando el poder político se distancia de
los valores, yo diría que sagrados, de la moral, la dignidad y la
ética, cuando el binestar de todos se convierte solamente en el
bienestar de unos pocos, se origina una filosofía tan destructiva
que los valores de la sociedad se pervierten y resquebrajan.
El
pueblo de Ciudad Juárez, muchos de sus habitantes, especialmente las
mujeres, tienen hambre de justicia. Muchas, incluso de pan. Ambas
hambres forman la urdimbre de un cesto en el que caben todos los
crímenes e injusticias posibles. Y el crimen contra los niños y las
mujeres es el peor de todos, porque cuando se atenta contra una
mujer, cuando la prepotencia del hombre se ensaña con ellas, cuando
se le asesina, se le agrade, viola y mata, es toda la creación la
que siente ese crimen en las entrañas. No nos perdamos en sofismas
matemáticos ni hagamos estadísticas cuando hablemos de asesinatos
de mujeres. Una sola que muera víctima de la violencia es un
atentado contra toda la creación, un fracaso de la Humanidad, así
que permítanme que me dirija a los estadísticos, esos señores que
manejan números y cifras, para decirles lo siguiente:
Caballeros,
por favor... Por favor, caballeros...
No me habléis de
estadísticas,
esa acumulación de datos y
números sin alma
que mete a los muertos del
Nargis y a los del Katrina
y en realidad a todos los
muertos
en fríos gráficos, en
cálculos y cifras que no sirven para nada.
Mirad que no somos pollos de
ningún gallinero.
No,
no me habléis, por favor, de estadísticas.
De
estadísticas no, por favor, caballeros...
Habladme
de esa mujer asesinada en Ciudad Juárez,
de
sus ojos sin luz, dilatados y abiertos.
Habladme
de las personas.
De
las mujeres que mueren en Ciudad Juárez,
víctimas
de quienes se relacionan con ellas a través de la rabia.
O
elegid al azar y como si jugarais a la gallina ciega, a una niña.
Por
ejemplo: ésa que tiembla de miedo y de frío,
sola
y triste ella entre tantas ruinas,
niña
en tránsito hacia una mujer que será agredida
hoy
mismo. O tal vez mañana.
Ved
sus lágrimas,
luceros
de luz que, atrapados en el miedo,
se
han congelado y están temblando en unas pupilas
a
las que se asoma el alma.
Miradle
fijamente
a
la cara y pensad en vuestras hijas,
tranquilas
y sonrientes en sus camas.
¿Veis?
Ese
es el rostro de una Humanidad sufrida
que
sabe poco de risas y mucho de lágrimas.
Guardaos,
pues, las estadísticas
con
la que lleváis el agua a vuestros molinos
para
así poder medrar en política.
Yo me quedo con esa niña que
tiembla de hambre
y de frío en un lugar de la
Nada,
sin saber que en algún rincón
de la Tierra,
supongamos que en el Valle de
Juárez, en las cuevas
del Cerro Bola o el Cristo
Negro, en la tierra rocosa
de cualquier barranca o las
cascarrias de algún
vertedero, terminará siendo
violada.
¿Por
qué no le decís a sus asesinos,
todos
esos que se enamoran de las rosas,
en especial de las más
tempranas,
esas que ni siquiera
conocen los secretos
rubios de la miel cuando son
por las abejas libadas,
que las están asesinando
sobre sucios camastros
y las dejan solas entre el
estiércol y la pobreza acongojante
de los grandes y sucios
núcleos marginales?.
Dejad los números y
preguntadle que por qué las violan
en las chozas, en las vías
miserias,
entre el estupor de la razón
y de la sangre
que clama contra la injusticia
y contra vosotros clama.
Si os preguntáis qué hacen
los gobiernos yo podría responderos
que lo de siempre: mirar para
otra parte,
optar por el silencio, el
ninguneo y la nada.
A los ojos
que no quieren ver,
¿de qué coño le sirven las
gafas?
Hoy alzamos nuestras voces y
nuestros gritos desde Ayamonte, un pueblo blanco del Sur de
Andalucía, pero también desde otras partes de España y en general
desde casi todo un mundo que hoy se ha convertido en otero y atalaya
desde donde gritarle las verdades al mismísimo lucero del alba.
Nuestras voces y nuestros gritos están cargados de razones para
denunciar las sinrazones de todos esos canallas que amparados en la
brutalidad y en la fuerza, sojuzgan y matan a las mujeres al salir de
las fábricas, de las iglesias, de los mercados. Ellas son nuestras
madres, nuestras esposas o nuestras hijas. Por cada una que muera
nosotros nos morimos un poco. Nosotros y la creación, la Humanidad
entera. Con energía, pero al mismo tiempo con piedad, recurriendo
incluso a la clemencia, desde este pueblo nuestro pedimos a las
autoridades de Ciudad Juárez que se impliquen de lleno en erradicar
un mal que acompaña a la ciudad como un estigma. A los asesinos y
violadores de mujeres les pedimos solo una cosa, que cuando vayan a
descargar su ira contra una mujer vean en ella a su madre, a su hija,
a su esposa. Si lo hacen, tal vez funcione la empatía y den marcha
atrás, porque hasta los cuchillos y los revólveres pueden ser
detenidos si oímos la voz de los sentimientos.
Puede que esperar algo así de
los asesinos sea como echarle margaritas a los cerdos. Puede, no digo
yo que no, pero como uno es hombre que cree en el aspecto humano y no
lobuno del comportamiento de los hombres, yo confío en que alguna
vez -y puede que semejante transformación comience en Ciudad Juárez-
el cerdo sufra tal metamorfosis que en lugar de destrozar y comerse a
la margarita se acerque a ella, la huela y la admire, descubriendo
así la poética y el embeleso de su perfume. Si el hombre-cerdo se
acerca a la margarita-mujer y en lugar de destrozarla habla con ella
y le mira a los ojos, puede que se conmueva y comprenda que la mujer
suele darle al hombre mucho más de lo que recibe de él y que
nosotros, los hombres, deberíamos construir un altar donde
adorarlas, nunca una pira en la que apuñalarla y quemarla, porque el
hombre que arremete y mata a una mujer, y esto es necesario gritarlo
en voz clara y alta, arremete y mata a toda la Humanidad.
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