Rachid
Al
llegar a la Place
de la Liberté,
vi al pequeño Rachid,
que miraba hacia donde se encontraba un grupo de militares ataviados
con el uniforme de campaña: gorra, pantalón recogido por el bajo,
chaqueta ligera y botas altas. Aparentemente se hallaban desarmados.
Los había observado en otras ocasiones. Por aquella época, se
encontraban acantonadas en Marrakech
tropas
que después serían aerotransportadas al Sáhara,
a la guerra que Marruecos
sostenía desde hacía un año y medio con el Frente
Polisario,
brazo armado de la República
Árabe Saharaui.
La
actitud de los soldados era la de un ejército en tierra conquistada.
Parecía un desdichado grupo de airados infelices, que cometieran
todo tipo de desmanes con la población civil, siempre que ésta
estuviera lo suficientemente desprotegida. Parecía que llevaban a
cabo sus reprobables acciones, para reparar una supuesta deuda que el
país entero habría contraído con ellos.
Y
la parte más desfavorecida de la sociedad marroquí susceptible de
los atropellos más violentos e impunes, eran los niños. Desoyendo
los consejos de compañeros de camping de otras nacionalidades,
habíamos evitado en tres o cuatro ocasiones, con nuestra simple
presencia forzada, que algún energúmeno uniformado propinara una
paliza a alguien lo suficientemente pequeño y desamparado como para
no ofrecer resistencia.
La
mecánica de la operación era sencilla y habíamos llegado a ella de
una forma natural: cuando veíamos perseguir a un niño o niña,
nosotros correteábamos paralelamente o nos introducíamos por un
callejón que sabíamos desembocaba en el lugar en el que se podía
perpetrar la felonía. Sin dirigirnos al verdugo ni a la víctima,
únicamente con nuestra presencia, el militar o el grupo de
militares, desistía de su propósito. Y nos lo tomábamos como un
triunfo.
Nuestro
pequeño guía me miró durante unos segundos y luego inició una
rapidísima carrera, hacia la zona más apartada de la plaza. En el
asunto parecía jugarse la vida. Dos soldados salieron en su
persecución con gesto de verdadero odio. Corrían muy deprisa y
calculé que Rachid
iba a ser alcanzado en un corto tramo. Así que sin pensarlo, dejando
a mi intuición que me fuera dictando órdenes les grité: “¡eh!,
¡eh!, ¡eh!”.
Uno
de ellos vaciló y perdió pie, aminorando la marcha para identificar
al individuo que osaba interrumpir su caza. Cuando me descubrió,
casi al paso ya, dudó entre continuar, darme un escarmiento o dejar
pasar el asunto sin más. Finalmente, ante mi sorpresa, volvió sobre
sus pasos y regresó hacia el inicio del acoso sin dedicarme una sola
mirada.
Mas
el otro, a pesar de que había llegado a detenerse, afectado por la
conducta de su compinche, continuaba la cacería ante la indiferencia
de los transeúntes.
Entonces
Rachid
describió una arriesgada curva en su huída y se acercó a la zona
de la plaza en la que yo me encontraba, al parecer buscando mi ayuda.
Había intuido que su perseguidor no cejaría y aterrorizado
demandaba refugio de quien no podía ofrecérselo.
En
las inmediaciones de la plaza existía una sucia callejuela. Rachid
enloquecido por el miedo, se introdujo por ella. Yo, decidí llevar a
cabo la maniobra acostumbrada y cuando ambos desaparecieron de la
vista de todos, me asomé y chillé con todas mis fuerzas al bárbaro:
“¡Tú, hijo de puta!, !estate quieto, cabrón!”. Sabía que él
no conocía el significado exacto de mis palabras pero sí su
sentido, y mi objetivo inmediato se cumplió. El militar se detuvo,
mientras Rachid
pegaba
su espalda contra la pared que delimitaba el final de la calleja. Se
volvió el soldado, de un bolsillo de su pernera extrajo un revólver
con el que me apuntó y me hizo una inequívoca seña de que
desapareciera de la escena. Yo busqué un poco de valor entre mi
dignidad y la piedad por mi pequeño amigo y me enfrenté verbalmente
al soldado: “deja al chaval, no te ha hecho nada”, le espeté
estúpidamente.
El
cazador no habló, sólo alargó hacia mí el brazo con el arma e
hizo intención de disparar.
No
necesitó hacer ningún otro gesto. Me aparté de la esquina al
tiempo que el militar se volvía hacia Rachid.
Los
dos disparos que yo oí nítidamente se confundieron con el ruido del
tráfico que recorría la place de la Liberté,
Avenue Mohamed El
Mellakh
y calles adyacentes.
Me
pareció que nadie había oído los tiros.
Al
otro día amaneció lloviendo sobre la ciudad.
Durante
mucho tiempo me engañé con la idea de que no había ocurrido nada.
Que el niño no había sufrido daño alguno.
No
he vuelto a Marrakech.
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