Desde el 1 DE SEPTIEMBRE DE 2012 hemos venido celebrando en numerosos pueblos y ciudades del planeta, las lecturas solidarias "ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ".

Estas lecturas están convocadas en solidaridad con Ciudad Juárez, en representación de todo el pueblo de México y por extensión de cualquier otro rincón del planeta donde el miedo, consecuencia última de la violencia, es utilizado para imponer la voluntad y los intereses de los grupos de poder sobre los derechos y la dignidad de los pueblos y los ciudadanos.

En nombre del colectivo Escritores por Ciudad Juárez continuamos con esta llamada a la solidaridad y la movilización. Quienes lo deseen pueden remitirnos sus poemas o textos, alusivos al conflicto que padece Ciudad Juárez, que serán colgados en este blog y posteriormente utilizados en cuantos proyectos y publicaciones decidan los organizadores de las lecturas solidarias. Las colaboraciones serán colgadas como entradas, con el nombre del autor o autora, junto al nombre de la ciudad de donde nos escriben. Y cada nueva colaboración del mismo autor o autora será añadida a la primera de sus colaboraciones.

Dirección de contacto: poemasporciudadjuarez@hotmail.es

jueves, 26 de septiembre de 2013

JORGE CANO UREÑA, Ecatepec, México


Herencia
 
Me encuentro ante el panel de avisos para personas desaparecidas. Ya
sin la noción ni ataduras del tiempo observo el ir y venir de la
gente. La adustez de sus rostros refleja la ausencia de realizaciones.
Se arremolinan con cada llegada de los trenes, al apurar el paso se
empujan, agreden como  buscando un motivo para hacer estallar  la
violencia que traemos dentro.  Divago en mis pensamientos e intento
encontrar el momento en que se inoculó este virus, que arrastrado por
la  genética nos carcome poco a poco hasta hacernos perder la razón.
    Fijo la vista en los avisos: "Mujer de veintisiete años, delgada,
morena, cabello largo, seña particular: lunar en el mentón. Se
encuentra desaparecida. Si sabe de ella comuníquese al teléfono..."Lo
releo y me asemejo con ella. Intento ver reflejada la imagen de mi
rostro, mis manos, mis pies en alguna vidriera. No lo consigo.
     Al momento me invade una  serie de recuerdos: Mi niñez
transcurrida en un barrio marginal, la ausencia de padre que obligaba
a mi madre a trabajar largas jornadas, la magia de la niñez trastocada
por las carencias materiales y afectivas. La pubertad marcada para
siempre por los manoseos del padrastro  que tuve por algún tiempo. Los
sacrificios de mamá para mandarme a la escuela. La inmensa alegría que
compartimos cuando terminé una carrera profesional. Nuestro traslado a
una colonia de clase media. Ahí conocí y traté a Daniel, vecino del
edificio donde llegamos. Con semejanzas de orfandad, su madre murió
cuando era pequeño.
     Inicio nuestro noviazgo atraídos tal vez por la desventura. El
descubrimiento  del amor y el sexo, me hicieron sentir identificada.
Todo era felicidad hasta que   mamá preocupada me alertó:
     -¿A dónde  quieres llegar con un hombre más grande que tú y
además vicioso?, seguido llega borracho y sabrá Dios  que mañas tenga,
qué es eso de vivir solo. No, eso no está bien. No lo tomé en cuenta,
pensé que eran celos  naturales de quien me educó y temía ser
desplazada. Seguí con la aventura. Cegada por la  pasión no quise
escuchar la  advertencia, aun sabiendo que Daniel era aficionado a la
bebida. Lo comprobé cuando salíamos a  algún bar o compartíamos
reuniones. Pensé que no era  un problema serio y justifiqué los
excesos por la carencia de afectos  en su vida.
     Las advertencias  de  mi madre se volvieron súplicas que
terminaron por  cansarme. Decidí entonces  juntarme con Daniel.
Alquilamos una  vivienda en otra zona, la decoré con lo básico pero
llena de ilusiones. Daniel sin ser profesionista tenía buenos
ingresos. Hacíamos planes para el futuro, comprar una casa, un carro,
tener hijos. Me sentía recompensada de las carencias anteriores, pero
extrañaba a mi madre, no sabía cómo sobrevivía, ni su  estado de
salud.
     Salíamos juntos hacia la estación del metro, cada quien tomaba
diferente ruta hacia el trabajo. En ocasiones también era el punto de
reunión para el regreso. Cuando eso sucedía resultaba insólito
encontrar a Daniel leyendo los avisos en donde ahora me ubico.
     Las ilusiones se fueron diluyendo. El alcoholismo de Daniel se
agravó al paso de los meses acompañado, supuse, de otras adicciones.
Sus celos se volvieron enfermizos, en más de una ocasión noté que me
seguía. Me reclamaba cosas inexistentes y discutíamos por cualquier
detalle, llegando a golpearme en ocasiones.
     A los regresos a deshoras, se sumó un extraño comportamiento. En
ocasiones llegaba con golpes en el rostro, huellas de algún pleito
callejero desatado tal vez por su actitud prepotente y  supuesta
fortaleza física.
     El terror se fue apoderando de mí y aumentó una noche que llegó
con el rostro arañado, como si alguna  mujer hubiera querido
defenderse. Yo pasmada no me atrevía a preguntar, temía despertar su
ira.
     Pasaba las noches en vela, no entendía porqué estaba  anclada  a
esa vida infeliz, a lo único que llegaba era a llorar, como  si la
impotencia se lavara con lágrimas. Actuaba como autómata. Me sentía
inerme y decidí regresar con mi madre.
     Transcurrieron algunas semanas y creí que la pesadilla había
terminado. Una  tarde al  salir del trabajo de  lejos vi a Daniel, me
estremecí de miedo. Aparenté  fortaleza  y continúe con mi camino sin
prestarle  importancia. Se emparejó  a mi  lado, me invitó a tomar un
café,  dijo que debíamos  platicar, reconocía sus  errores y estaba
dispuesto  a cambiar. Me rehusé con algún pretexto. Se retiró sin
insistirme.
     Así sucedió en varias ocasiones. Finalmente acepté y conversamos.
Me dijo había  aceptado su problema  y estaba en tratamiento para su
recuperación. Lo noté cambiado, diferente, me convenció y regresé a su
lado. No transcurrió mucho tiempo para darme cuenta del error, Daniel
volvió a beber, lo que obtuve fueron más golpes y humillaciones, con
la advertencia de  que si huía me iba a matar.
     La situación terminó por enfermarme, el ensimismamiento era
notorio, mis compañeros  de trabajo  se mostraban atentos. Para
celebrar mi  cumpleaños organizaron una cena a la que acudí sin dar
aviso a Daniel. Tomé algunos tragos y me sentí liberada, volví a
sonreír, a ser efímeramente feliz. No reparé en la hora hasta que
alguien mencionó las tres de la mañana. Regresé a casa  y Daniel
estaba ebrio, me reclamó a gritos con palabras soeces, no medí las
consecuencias y lo encaré diciéndole que estaba harta de esa vida y
sus adicciones. Enfurecido, empezó a golpearme sin compasión, de un
empellón caí; en vilo me recogió para llevarme hasta la cama en donde
continuó maltratándome con saña. Comprobé su odio por la vida a través
de sus insultos. Imploré piedad y arreciaron los golpes, ya no opuse
resistencia, desgarró mis ropas  e intentó violarme, sentí nausea y el
estallido de algo en mi interior. Agonizaba, ya no sentí dolor ni
escuché más gritos. Todo se hizo oscuro, negro como la  penumbra  de
mi propia vida.
     Al unísono con una intensa luz vi mi cuerpo ensangrentado,
mancillado, abandonado en aquel espacio en el que soñé consolidar  el
amor.
     Daniel sale de la recámara. Como aturdido mueve la cabeza en
señal de desaprobación, se lleva las manos a los cabellos. Sentado  en
el sofá saca un envoltorio con polvo blanco que inhala. Regresa,
enrolla mi cuerpo en una cobija y lo ata con jirones de sábanas.
     Transcurridas algunas horas llama a mi madre para avisar que no
he regresado del trabajo. Para continuar con su coartada, acude a
denunciar mi desaparición. Sin percatarse lo hacen caer en
contradicciones y se perfila  como probable sospechoso. Es vigilado.
Un día cambia  la ruta acostumbrada, va a un callejón y escudriña un
lote baldío.
     Mis despojos fueron encontrados junto con otras osamentas de
mujeres violentadas en el baldío cercano a nuestro domicilio. Miré el
dolor reflejado en el ajado rostro de mi madre.
     Daniel fue aprehendido, ingresó al reclusorio acusado de ser
violador y asesino serial. Los presos, le dan la bienvenida. De
acuerdo a sus códigos, todo violador  debe ser violado. Daniel al
principio se resiste, forcejea, confía en su fortaleza física, pero el
número y ferocidad de sus atacantes es superior. Una y otra vez es
sometido. Gimotea, llora como el niño  que nunca dejará de ser. ¡Qué
lástima  me das Daniel, qué lástima!
 

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