Páginas

jueves, 16 de agosto de 2012

IÑAKI SAINZ DE MURIETA, Bilbao, País Vasco

CIUDAD JUÁREZ

Hace mucho que dejamos de ser animales, pero a su vez, en nuestro fuero interno aún deseamos serlo para poder desembarazarnos de las cadenas que regulan y constriñen nuestras vidas, mirando con nostalgia la aculturización y el fin de la sociedad, como si la libertad llegase con la muerte de la humanidad de la que somos parte. Nos abocamos al apocalipsis creyendo que renaceremos con él, retrotrayéndonos al mito escandinavo del Ragnarök. Pero la muerte de la raza humana no trae nuevos y mejores horizontes; no cuando dejamos detrás de nosotros un vertedero de residuos incontrolados que amenazan toda forma de vida. Hasta en eso somos egoístas e incapaces de ver más allá. Estamos cegados por nuestro orgullo y arrogancia, que nacen de nuestra mal entendida inteligencia. Ni siquiera queremos hacernos cargo de nuestro legado a la vez que construimos la historia para ensalzar nuestra gloria. Somos antropocéntricos en exceso, haciéndonos incluso culpables de fenómenos geológicos como el calentamiento global, por el mero hecho de que necesitamos ser protagonistas de todo cuanto ocurre a nuestro alrededor; no soportamos ser una pieza más o un mero espectador, aunque ello implique autoinculparnos de falsos cargos. Si llegamos a asesinar a Dios, ¿acaso no vamos a ser capaces de destruir el mundo?

Quizás todo se puede reducir a que somos un barco a la deriva que navega en vientos de odio y de amor. Surcamos nuestra vida entre tempestades y tiempos de calma chicha, sin estar seguros de qué es lo que preferimos, porque en realidad siempre buscamos un nuevo horizonte. En eso se basa nuestra existencia y mientras tanto pagamos nuestras inseguridades con aquellos a quienes más amamos, volcando nuestras frustraciones en ellos y cayendo en la ira porque tenemos demasiado miedo de afrontar nuestros propios sentimientos y reconocer que nuestros caminos están empedrados de sueños rotos; y ese mosaico conforma nuestra historia, aunque nos neguemos a verlo. Somos maniquíes revestidos con jirones de nuestra memoria, pero somos incapaces de deshacernos de ellos porque renunciaríamos a una parte de nosotros mismos.

La cruda verdad es que somos incapaces de amarnos a nosotros mismos. Nos sentimos falsos, porque caemos en el terrible error de valorarnos en función de un “otro” estereotipado e idealizado que nos deviene desde que nacemos; somos  también hipócritas, puesto que en realidad sólo seguimos las normas por temor a un castigo, mientras que a su vez las defendemos y hacemos de ellas nuestro estandarte; hacemos de la mentira una virtud, porque tratamos de acomodar la realidad de los hechos a nuestra propia conveniencia, enmascarando lo que realmente somos y sentimos. Somos violentos porque es el camino fácil. Siempre ha sido más fácil hacer la guerra que mantener la paz. Al final, todo se reduce a lo mismo: “Si quieres paz, imponla; nadie lo hará por ti”.

Es nuestra propia arrogancia lo que nos condena a la violencia, tanto hacia nosotros mismos como a los demás, ya sea de manera intrínseca o extrínseca. La única verdad es que nunca conoceremos la paz hasta que no nos conozcamos a nosotros mismos; y muchos nos quedaremos por el camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario